La Comisión Permanente del Congreso aprobó en se...
La reciente decisión del Congreso de la República de negarse a aprobar una ley de Minería Artesanal y Pequeña Minería (Ley MAPE) que hubiese relativizado el sistema de propiedad minera que establecía el concepto de “concesiones ociosas o concesiones no aprovechables”, a nuestro entender, en el acto habría derrumbado el Estado de derecho del Perú. ¿Por qué? Se habrían desatado una invasión y asalto general de las reservas probadas de minerales de las concesiones formales –conseguidas luego de años de exploración– de parte de los mineros ilegales y, de alguna manera, la economía de mercado, la Constitución, la ley y los convenios internacionales se habrían convertido en letra muerta.
El Congreso no aprobó la Ley MAPE, que impulsaba la minería ilegal, y casi inmediatamente el estallido social amenguó y ahora todos los actores están sentados a una mesa de diálogo convocada desde el Ejecutivo, tal como debió suceder desde el principio. En cualquier caso, sin ejercer violencia alguna las instituciones democráticas comenzaron a recuperar el principio de autoridad del Estado de derecho.
Al lado de la fragmentación política y la balcanización generalizada de la actividad pública que fomentaron las reformas electorales del progresismo, uno de los graves problemas del país es la pulverización del principio de autoridad del Estado de derecho. Y es que hasta parece inevitable el resultado: desde el 2016 hasta la fecha debió haber dos jefes de Estado, sin embargo, se han sucedido seis mandatarios y la aprobación actual del Ejecutivo y del Congreso se ha derrumbado como pocas veces en la historia republicana.
En este contexto, el desborde de la ola criminal puede interpretarse como un fenómeno derivado de la crisis de autoridad de la democracia en que la Policía Nacional del Perú (PNP), el Ministerio Público y las demás entidades de justicia no están alineadas en objetivos comunes frente a un mal que amenaza a toda la sociedad. Cada entidad parece actuar por su lado acentuado la anarquía institucional mientras prosigue la ola criminal.
Igualmente, los conflictos alrededor de las competencias establecidas por la Constitución para el Congreso y la Junta Nacional de Justicia, por ejemplo, revelan el estado de anarquía institucional y el surgimiento de un relativismo constitucional que erosiona de gravedad el Estado de derecho en que todo puede ser posible de acuerdo a la percepción de los intérpretes constitucionales.
Es evidente que esta tendencia a la anarquía social y política que se ha instalado en el país podrá ser superada en su integridad con las elecciones del 2026, en las que se debería establecer una salida desde el espacio de la centro derecha en general. Es decir, a través de la elección de un jefe de Estado, una cámara de diputados y un senado con relativo sentido común, de manera que el Perú se encamine hacia respeto irrestricto de la Constitución y el desarrollo de reformas económicas. Eso es todo lo que necesita el Perú para despegar y volver a avanzar a velocidad crucero como en décadas pasadas.
De alguna manera estamos llegando a este escenario en que las posibilidades de la izquierda se han reducido significativamente –luego del desastre y el golpe fallido de Pedro Castillo– no solo por haber defendido la Constitución ante el zarpazo bolivariano, sino también porque las grandes vigas del modelo económico no se han movido. Y todo eso ha sido posible porque los demócratas resistieron y se opusieron a la estrategia de la vacancia presidencial que impulsó el progresismo irresponsable que pretendía vacar jefes de Estado por quítame esta paja, como se dice en el mundo popular.
En el Perú, ya en pleno siglo XXI, las cosas están claras con respecto a la estabilidad de las instituciones. Al margen de cualquier interpretación en el país se vaca a los presidentes cuando ellos se atreven a quebrar el sistema constitucional. Nunca en otra ocasión. ¡Así se construyen las grandes repúblicas!
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