Carlos Adrianzén
La farsa detrás de las protestas sociales
La tolerancia a la violencia empobrece y estanca

El manejo peruano actual solo cubre lo elemental. Una gestión monetaria responsable y un crecimiento positivo. Positivo… pero magro. No nos hemos, ni cercanamente, recuperado del desastre inducido por Vizcarra, Sagasti y el hoy presidiario Pedro Castillo. Pero, recordémoslo, hay algo aún más preocupante. Subestimar los problemas resulta incluso algo peor que un mal diagnóstico.
Vayamos pues al punto. El lado político peruano cambió gradualmente. En este plano, la aparición masiva de ciertas formas de violencia en ámbitos públicos con claro sesgo ideológico y etiquetadas mediáticamente como dizque “protestas sociales” ha marcado el panorama. Pero enfoquemos las cosas como son. El avance de la izquierda implicó mayor opresión. Este avance requirió mayor inestabilidad. Y esto es lo que sucede en medio de las llamadas –y financieramente costosas– protestas sociales de los últimos tiempos.
A través de ellas, persistentemente se quiebra la ley (ver segunda figura dual). Sin ley, ciertas formas ideologizadas de violencia son toleradas, la inversión se estanca, la pobreza se enerva y el crecimiento económico se minimiza o derrumba. Hacen mucho daño al pueblo persiguiendo básicamente intereses privados e ideológicos de captura del poder político, a como dé a lugar.
Lo violento, aquí
Introducido aquí el vocablo “violencia”, resulta clave delinear de qué tipo de violencia estamos hablando. En español sencillo, usaremos la negación. No enfocaremos la violencia ejercida en defensa de la ley, bajo formas democráticas. Dicho esto, per se, el gráfico aludido nos muerde. La tolerancia a la violencia (de tamil ideológico totalitario), empobrece y estanca. Lo sugestivo aquí pasa por subrayar cómo, entre la burocracia y los medios de comunicación progresistas, omiten destacar cuanto daño nos hacen a todos. Particularmente a los más pobres.
En este plano la semántica política de la izquierda latinoamericana registra una de sus cumbres de mercadeo político. Empalidecerían al oscuro Gramsci. Para ellos, los cubanos, los nicaragüenses o los venezolanos –en modos Fidel Castro o Salvador Allende– descubrirían formas democráticas no totalitarias. Ergo, su violencia política y económica no solo sería algo tolerable, sino hasta deseable.
Simplemente, en el lapso comprendido entre 1997 a la fecha, un mayor estimado de quiebre de la ley se asoció con mayor pobreza y menor crecimiento económico. Contrariamente a lo que se repite, no serían desarrollos poco relevantes.
La receta habanera
No seamos cándidos. Esta es la vieja receta habanera. Una mezcla creciente de tolerancia a la destrucción (articuladas en las mal llamadas protestas sociales) con dosis muy altas de ineficacia gubernamental. No importa cuantos daños a la propiedad pública o privada, o ciudadanos fallecidos nos causen. No debe sorprendernos que, casi nadie en la discusión pública local, registre, ni cómo se financian estas hordas paramilitares, ni a cuantos asesinan.
Paralelamente, en el lapso comprendido entre 1997, a la fecha, un mayor estimado de Tolerancia a la Violencia Ideológica de cierto sesgo y de ineficacia gubernamental se asoció con menor crecimiento económico.
El veneno preferido de los dictadores
La forma tradicional de envolver manifestaciones de violencia ideológicamente sesgada implica combinarla con causas justas o explicables. Causas que alimentan activamente la frustración popular o regional. Pero separar lo justo de lo puramente ideológico no resulta algo tan simple.
Sin embargo, notemos que las precondiciones para que un arrebato ideológico se haga popular requiere abandono. En la jerga cotidiana, un superávit de estado corrupto, incumplidor e ineficaz. En términos más precisos: el rampante deterioro de la gobernanza estatal. Puntualmente, que ni la burocracia cumpla la ley; y que la corrupción y la inefectividad burocráticas se profundicen. El deterioro de la gobernanza estatal aquí no es aquí una casualidad. Es una condición sine cua non.
En el horizonte peruano, con una gobernanza estatal debilitada –desde el la dictadura setentera militar a la fecha– se dan continuamente las acciones violentas de privados, impunes y con banderas de protesta social. Ellas, que destruyen el orden público, caricaturizan el cumplimiento de la Ley y resultan celestinas con la corrupción burocrática, han consistentemente dañado el país y empobrecido sostenidamente al pueblo en las últimas siete décadas.
No son protestas románticas ni justicieras. No pocas veces esconden escandalosos negocios privados. Y siempre, al destruir y trabar las inversiones, nos empobrecen. Karl Marx –en este plano, como en muchos otros– estaba equivocado. Aunque últimamente la envolvemos con el empático término de “protestas sociales”, la violencia no es la partera de la historia. Resulta, más bien, la partera de la pobreza.
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