La comisión de Constitución del Congreso de la R...
Luego del golpe fallido de Pedro Castillo y las olas de violencia insurreccional que pretendían quebrar el Estado de derecho e instalar una asamblea constituyente, en el Perú se ha instalado una precaria estabilidad que, de una u otra manera, ha preservado las instituciones. Sin embargo, la impresionante desaprobación del Ejecutivo y del Congreso y los yerros acumulados por estas entidades han desatado un extendido pesimismo en el país que, sobre todo, se expresa en la impresión acerca de que las cosas están tan mal que el 2026, de todas maneras, el antisistema volverá a ganar.
Es evidente que el pesimismo tiene nexos con la realidad, no se puede negar. No obstante, también es verdad que la acumulación de percepciones negativas tiene que ver con la estrategia fracasada del progresismo y de algunos sectores de la izquierda para adelantar las elecciones. A más de la mitad del 2024 es evidente que la propuesta del adelanto electoral parece cada vez más lejana, sobre todo porque la mayoría de la sociedad se negó a marchar y a tomar las calles.
Las mayorías desaprueban al Ejecutivo y al Congreso, pero de ninguna manera parecen interesadas en respaldar salidas extremistas como el cierre inconstitucional del Congreso por parte de Martín Vizcarra o el golpe de masas contra el Gobierno constitucional de Manuel Merino. En ese sentido, las amenazas a la gobernabilidad no están por fuera del Ejecutivo sino dentro del propio Gobierno. ¿Cuál es la explicación de esta conducta?
Si bien el frenazo y la desinstitucionalización del país comenzaron en la segunda década del nuevo milenio, la mayoría de los peruanos identifica el momento del inicio del abismo con el Gobierno de Pedro Castillo. Haber elegido al peor de los candidatos y al menos preparado –quien luego perpetró un intento de golpe de Estado que, finalmente, devino en la recesión y el aumento de pobreza del 2023– ha producido un profundo trauma nacional que algunos se niegan a ver.
El Perú y las provincias del sur identifican el momento del inicio del declive en el Gobierno de Castillo, una percepción que, a nuestro entender, reducirá considerablemente las posibilidades del antisistema en el 2026 y resta margen de maniobra a las estrategias violentistas de la izquierda, que pretenden convertir a la calle en actor decisivo en camino hacia las elecciones nacionales. De allí que cada convocatoria radical en Lima y en el sur del país se convierta en una suma de fracasos.
Existen motivos para el pesimismo nacional, sobre todo porque el Gobierno de Dina Boluarte no se propone reducir el déficit fiscal, sigue aumentando impuestos y, de una u otra manera, confirma su identidad de izquierda en cuanto a modelo económico y economía. Y sobre todo, también porque la extrema fragmentación política del Legislativo ha desatado la irrupción de intereses locales, parciales e incluso de las economías ilegales, en la representación nacional del Congreso.
Sin embargo, creemos que el trauma de la elección de Castillo de alguna manera es algo similar a lo que fue la hiperinflación de los ochenta con respecto a las propuestas populistas y demagógicas en economía. La hiperinflación nos vacunó dos décadas contra el populismo. No creemos que algo parecido suceda con Castillo y las izquierdas, pero es evidente que el antisistema ha reducido considerablemente sus posibilidades.
De allí que, por ejemplo, en medio de la precaria estabilidad institucional se reinicien las actividades del proyecto minero Tía María, en Arequipa, se empiecen a destrabar proyectos hídricos que aumentarán la frontera agroexportadora en más de 150,000 hectáreas, se anuncie el relanzamiento de inversiones en infraestructuras y que, en general, la economía se empiece a mover a pesar la precaria estabilidad y la falta de una alternativa de la centro derecha hacia el 2026.
El pesimismo se justifica, pero no tanto. El Perú se ha salvado del peor error que comete una sociedad: elegir al peor. Y preserva la institucionalidad y el modelo económico.
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