En el corredor minero del sur –que integran las regiones...
El modelo económico peruano ha sido el fenómeno más exitoso de toda nuestra historia republicana. En apenas tres décadas de crecimiento, basado en la desregulación de precios y de mercados y la inversión privada, el PBI se triplicó y la pobreza se redujo del 60% de la población a 20% antes de la pandemia (hoy está cercana al 26%). La sociedad peruana pasó a convertirse de una sociedad de ingresos bajos a una de ingresos medios, con amplias clases medias. Observando las cosas a la distancia no es exagerado sostener que el proceso de crecimiento de los últimos treinta años produjo el mayor proceso de inclusión de toda nuestra historia. Nunca hubo tan pocos pobres.
Sin embargo, el papel de la inversión privada –que aporta el 80% de los ingresos del Estado y provee el 80% del empleo (en mercados formales e informales) y explica dos tercios del total de reducción de pobreza de las últimas décadas, según todos los organismos multilaterales– no fue acompañado por un nuevo Estado. El viejo Estado sobrevivió a pesar de que la Constitución y el modelo posibilitaron islas estatales de eficiencia: el Banco Central de Reserva del Perú, el Ministerio de Economía y Finanzas, la Superintendencia de Banca y Seguros, entre otros.
A pesar de esos pequeños pedazos de eficiencia estatal que, sin embargo, tienen mucho que ver con la continuidad del crecimiento, el viejo Estado se impuso de aquí para allá. El Estado se convirtió en una suma de sobrerregulaciones y procedimientos que convirtió en letra muerta los principios desreguladores de la Constitución de 1993 y los 22 tratados de libre comercio firmados por el Perú. En este escenario el Estado se constituyó en la principal fuente de informalidad, y el Perú llegó a ser una las sociedades más burocráticas e informales de la región.
A este proceso se sumó el fracaso del proceso de regionalización, que intensificó y reprodujo los vicios del viejo Estado. La burocratización, la sobrerregulación y la corrupción se replicaron en 25 circunscripciones. Pero lo más grave: los gobiernos regionales apenas gastan el 60% de sus presupuestos en inversiones. Por ejemplo, las empresas mineras el año pasado transfirieron por canon y regalías más de S/ 10,000 millones, pero las regiones gastaron un poco más del 50%. El resultado: en las regiones mineras falta agua, sistemas de desagüe, electricidad, colegios y postas médicas. El Gobierno Regional de Puno apenas gastó el 50% de su presupuesto de inversiones, y la región puneña sigue teniendo 43% de la gente en pobreza y más del 40% en situación de vulnerabilidad.
En síntesis, el viejo Estado, la imposibilidad de reformar el Estado, es la principal fuente de informalidad y pobreza. En este contexto, luego de la tragedia de Pedro Castillo, del golpe fallido del eje bolivariano y de la ola de violencia contra el Estado de derecho, es imposible continuar sin reformar el Estado, sin acabar con el Estado de siglos pasados. Si no se avanza en la reforma, el fracaso del Estado acabará con lo único que ha funcionado en las últimas décadas: la inversión privada.
Para reformar el Estado necesitamos construir uno nuevo de abajo hacia arriba; desde las sociedades emergentes, desde los mercados populares y de la movilización ciudadana. Si la inversión privada es el principal protagonista de la reducción de pobreza y del bienestar de la sociedad, el nuevo Estado debe existir para promover esa inversión, fomentar el crecimiento y la creación de empleo. Hoy sucede todo lo contrario.
Si el Estado se organiza para promover la iniciativa de la sociedad y la inversión privada, entonces, estará en condiciones de incrementar la recaudación y redistribuir la riqueza en los sectores menos favorecidos. El Perú necesita un Estado sin sobrerregulaciones, un Estado procapitalista, que promueva el flujo de inversiones y cobre todos los impuestos, tal como sucede en las sociedades que han alcanzado el desarrollo y han erradicado la exclusión.
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