En el corredor minero del sur –que integran las regiones...
Durante el gobierno de Pedro Castillo se promulgaron tres decretos supremos del Ministerio de Trabajo y Promoción del Empleo (MTPE) que prohibían la tercerización laboral, que fomentaban la sindicalización artificial en fábricas, sectores económicos, y grupos empresariales. Una tercera norma liberalizaba en extremo el derecho de huelga. Los señalados decretos formaban parte de la llamada Agenda 19, el proyecto laboral de Perú Libre, del Movadef y del eje bolivariano, que pretendía convertir el mundo del trabajo en un escenario de guerra en contra de empleador, siguiendo las recetas marxistas y afiebradas sobre la lucha de clases y la plusvalía.
A nuestro entender, las señaladas normas representan las mayores modificaciones al modelo económico establecido en la Constitución de 1993 y los 22 tratados de libre comercio. Un modelo que, durante tres décadas, ha posibilitado triplicar el PBI y reducir la pobreza hasta el 20% de la población (antes de la pandemia, hoy se ubica en 27.5%). Al lado de la derogatoria de la ley de Promoción Agraria (Ley N° 27360), según nuestro criterio, son los mayores atentados en contra del empleo formal en el país.
Vale recordar que los señalados decretos fueron publicados por el Gobierno de Castillo sin consultar al Consejo Nacional del Trabajo (CNT) del MTPE; es decir, sin consultar al sector empresarial que invierte y crea empleo. Ante esta situación los gremios del empresariado se retiraron del CNT y la propia Organización Internacional del Trabajo criticó la unilateralidad del Gobierno de Castillo, que quebró el principio tripartito que debe animar el desarrollo de las normas laborales.
A pesar de todos estos hechos, a pesar de que la violencia contra la Constitución y el Estado de derecho –luego del golpe fallido de Castillo– ha sido derrotada, ni el Ejecutivo ni el Congreso se atreven a derogar las señaladas normas. Nadie lo entiende, a menos que todos los miembros de ambos poderes sean incapaces de liberarse de la influencia de las corrientes colectivistas.
El objetivo de las señaladas normas y de la llamada Agenda 19 era convertir el mundo de trabajo en un escenario de guerra de clases, mediante la organización de sindicatos, cada vez más poderosos, que avanzaran en la colectivización de las inversiones privadas en minería, agroexportaciones, servicios, turismo y otros. Es decir, que los trabajadores comenzarán “a autogestionar cada vez más las empresas” como un proceso general de expropiación y estatización. Allí reside la única explicación de haber promulgado semejantes normas.
Los ex países de la Unión Soviética y varias dictaduras populistas latinoamericanas han desarrollado sus legislaciones laborales en base a las hechicerías del marxismo y el colectivismo, que suelen afirmar que son los trabajadores la fuente de la creación del valor, de la riqueza de las naciones. Bajo ese presupuesto realizaron las mayores expropiaciones de la historia de la humanidad y se crearon miles de empresas estatales, en donde los trabajadores se pusieron frenéticamente a producir. Sin embargo, la colosal producción de esos países no se vendía y comenzaba a degradarse en los mercados. No había mercados, no había precios, no había innovadores que interpretaran las demandas de los consumidores.
Muy por el contrario, en los países desarrollados que han casi erradicado a la pobreza, se considera que la riqueza se crea en los mercados, a través de buenos precios, y que son los innovadores, los empresarios, quienes tienen la capacidad de interpretar la demanda y las urgencias de los consumidores. En esos países la legislación laboral es flexible y apunta a promover la inversión privada y la creación de empleo como la única fuente de bienestar de los trabajadores.
En el Perú, desde varias décadas atrás, venimos optando por el modelo de legislación laboral de los ex países de la Unión Soviética y de los populismos latinoamericanos. En otras palabras, pretendemos imitar a las mayores fábricas de pobreza en la historia de la humanidad.
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