En el Perú, hablar de conectividad es hablar de desigua...
Un reciente informe de la Sociedad de Comercio Exterior (Comex) señala que los gastos no ejecutados en el presupuesto del año pasado habrían permitido comprar 8,000 unidades de cuidados intensivos (UCI) y 57,000 camas hospitalarias. En otras palabras, como viene sucediendo desde inicios de la pandemia del Covid-19, en la caja fiscal existe dinero; pero la ineficacia del Ejecutivo, los gobiernos regionales y locales, explican que el Perú hoy vuelva a repetir la tragedia de unos meses atrás: falta de camas para hospitalizaciones y unidades UCI.
La existencia de recursos y la incapacidad de los burócratas para invertir con eficiencia es una constante en todos los sectores. El propio informe de Comex indica que con el presupuesto no ejecutado se habría podido escolarizar a más de 230,000 niños y se habrían asfaltado más de 7,965 kilómetros de carreteras. Igualmente se habrían podido establecer conexiones de agua potable y desagüe para 400,000 personas.
Cualquiera que sea el sector que se analice, siempre se registra el fracaso y la responsabilidad del Estado. Por ejemplo, en cuanto a los contratos informales del sector agrario, que llevaron a las minorías radicales a bloquear carreteras y a ejercer violencia contra las agroexportadoras formales –lo que desencadenó la derogatoria de la Ley de Promoción Agraria–, sucede exactamente lo mismo. Aquí es evidente que la única culpable es la Sunafil, del sector Trabajo, que solo se dedicó a fiscalizar a los formales, mientras que las empresas informales estaban en su garbanzal.
Algo parecido sucede con los conflictos mineros. Durante los últimos años, el Estado se llenó de recursos con los impuestos que pagaban las empresas mineras. Sin embargo, ese propio Estado (gobiernos central, regional y local) fue incapaz de redistribuir la renta minera construyendo carreteras, escuelas y centros médicos. En este escenario, la prosperidad de la inversión minera quedó reducida a los alrededores de la mina y las comunidades de influencia directa. Islas de riqueza, economías del siglo XXI, rodeadas de pobreza y atraso de siglos pasados.
En este contexto, el radical antiminero, el comunista, en vez de buscar la alianza entre las comunidades y las empresas para exigir que el Estado redistribuya la riqueza minera a los más pobres, prioriza el relato ideológico y demoniza a las empresas mineras, como si fueran las responsables de la pobreza y la exclusión de la población.
Como se aprecia con meridiana claridad, el Estado ha venido fracasando en casi todos los sectores donde actúa; no obstante que, antes de la pandemia, llegaba a gastar alrededor de US$ 65,000 millones (un tercio del PBI) en los gobiernos central, regionales y locales, así como en las empresas públicas. Pero, ¿cómo llegaba a gastar tan enorme cantidad para una sociedad de ingreso medio?
El 80% de los ingresos del Estado provienen del sector privado a pesar de los altos niveles de informalidad, que determinan que solo cerca del 40% de la economía se considere dentro de la masa imponible. En otras palabras, un Estado que no cesa de crecer con gastos elefantiásicos –como, por ejemplo, la Modernización de la Refinería de Talara– y el aumento del gasto corriente, pero que es incapaz de brindar servicios mínimos. Hoy que sabemos que con los gastos no ejecutados se pudo haber comprado 8,000 camas UCI, el dolor aumenta considerablemente.
Pero no solo se trata de un Estado adiposo e incapaz, sino que los burócratas y los políticos suelen cargarle las culpas de las exclusiones de la sociedad al sector privado. De allí que el Congreso y el Ejecutivo interinos, por ejemplo, hayan aprobado la nueva ley agraria que crea una remuneración especial para el agro; y la ley de topes a las tasas de interés, que elimina la evaluación de los riesgos en la concesión de los créditos. Es decir, el Estado, que debería estar en el banquillo de los acusados, se ha convertido en el acusador.
COMENTARIOS