Jorge Varela
La descomposición de los incumbentes
La degradación de la política y la pérdida de la conciencia moral

La política, como actividad pública necesaria y noble, está inseparablemente ligada a la conciencia moral, al igual que toda actividad humana. La tarea política es, esencialmente, un trabajo de civilización y cultura, cuyo fin es que el ser humano conquiste su genuina libertad dentro de un orden orientado al verdadero bien común: un orden humano valórico-moral.
En sociedades cada vez más complejas y desarrolladas, la simple vocación de servicio resulta insuficiente para resolver eficazmente las carencias y demandas ciudadanas, si no está respaldada por conocimientos y capacidades concretas. No todas las personas están preparadas para asumir funciones de alta exigencia y responsabilidad.
Sin embargo, muchos han convertido el servicio público parlamentario en una profesión que les garantiza privilegios e ingresos elevados de por vida, sin cumplir siquiera requisitos básicos y mínimos.
Se argumentará —como contrapeso— que la democracia exige una diversidad de representantes provenientes de todos los sectores sociales, económicos, culturales, religiosos e ideológicos. Pero, como señala el filósofo Jorge Millas, “la base de la representación auténtica se halla en el respeto y en la confianza”: “representar es tomar el lugar del otro para un efecto específico; el representante solo puede obrar por cuenta de su representado y autorizado por él”. Uno de los problemas de la democracia es que “los representantes suelen no desempeñarse dentro de los límites” y “ponen su acción al servicio de sus propios negocios de poder o de organización ideológica, a los cuales se sienten más ligados”. (Entrevista realizada en 1977)
La casta maldita
Lo inquietante es la proliferación de políticos dispuestos a toda clase de aventuras insensatas, obsesionados con proyectarse como seres superiores ante sus propios electores. Por ello rehúyen el escrutinio, las investigaciones y las acusaciones de la ciudadanía.
La experiencia del Frente Amplio (FA), del Partido de la Gente (PDG) y de los independientes ha sido, en este sentido, desastrosa. ¿Y qué decir de las bancadas de los partidos de centroizquierda (socialismo democrático, democracia cristiana)? Su tendencia al suicidio, el descuartizamiento interno, el entreguismo doctrinario, sus inconsecuencias y su adicción al poder hablan por sí solos. Ante esta miseria a plena vista, poco queda por añadir.
La categoría de “honorables incumbentes”, que muchos utilizan como escudo, se la han autoasignado para presentarse como miembros de una especie de casta maldita y omnipotente: personajes inmunes, bufones poderosos en busca de aplausos y homenajes indulgentes.
Así, el Parlamento y ciertos órganos del Estado se han transformado en vertederos de personajes-espejo: decadentes, de dudosa estatura moral, y reflejo de un ambiente donde algo huele mal. El populismo, el autoritarismo y la corrupción son productos directos de esta descomposición extendida.
Actores de farándula y divertimento
A propósito de bufones, la relación entre política y farándula alcanzó su parodia más explícita cuando los debates y peleas entre estos “honorables señorías” comenzaron a invadir medios de comunicación (radios, TV, redes sociales), desplazando los espacios tradicionales como el hemiciclo, las comisiones, los pasillos, las sedes partidarias o los espacios de diálogo político.
Una diputada en ejercicio —experta en el área— ha declarado que “la farándula es democratizadora”. Según ella, “el género periodístico de la farándula habla mucho más de las preocupaciones del mundo popular” y constituye “una interpelación a la clase política, a la élite, para que miren esos mundos y esas preocupaciones que son muy distintas de las que ellos asumen” (Pamela Jiles).
Sin embargo, ese supuesto carácter democratizador de la farándula corre el riesgo de volverse contraproducente si se canaliza a través de plataformas institucionales. Esto podría dar paso a formas hegemónicas de democracia que deterioren la convivencia ciudadana y transformen el debate público en un espectáculo grotesco de burlas, insultos y ataques, afectando la dignidad de las personas, la estabilidad del sistema político y las libertades democráticas.
Conciencia moral y conducta del ser
La conciencia moral se manifiesta con claridad en la conducta del ser. Es el primer y más importante faro que orienta la identidad personal profunda.
La bondad o maldad de un comportamiento es el reflejo fiel de una voluntad interna que se convierte en acción u omisión. Se trata del tránsito de un proceso interior que, inevitablemente, se traduce en responsabilidad, nos guste o no.
Por ello, la irresponsabilidad individual es señal inequívoca de una conciencia distorsionada, de quien actúa como truhán, cínico, hipócrita, violento o perverso.
Trabajo político e inteligencia
Si la política es una tarea de civilización y cultura, cabe preguntarse: ¿es posible reconciliarla con la inteligencia? ¿O es que algunos políticos —no todos, afortunadamente— han evolucionado hacia una especie que desconfía de la inteligencia, como si fuera prescindible?
Para muchos que se consideran parte de la élite política, la inteligencia parece ser un recurso escaso dentro de sus propios cerebros. Esto podría explicar, en parte, el descenso general de la política y del pensamiento.
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