Dardo López-Dolz
Democracia y república
¿El final de un paradigma?
La forma como se organizan los Estados y cómo se eligen a las personas y entes que los gobiernan han variado a lo largo de la historia de la humanidad. Durante el pasado siglo XX la república –entendida como un territorio regido por una Constitución y un cuerpo normativo– y la democracia representativa –como forma de elegir el gobierno– fueron, sin duda, la mejor combinación para buscar la justicia y la igualdad de oportunidades, así como para preservar la libertad de los ciudadanos.
Atacada a menudo desde ambos flancos, por autocracias castrenses (de izquierda y de derecha) o por movimientos subversivos (principalmente de izquierda) la democracia logró a duras penas voltear el siglo. Pero tras los reiterados fracasos subversivos y el carácter efímero de casi todas las dictaduras de occidente (el castrismo cubano es la más perversa y longeva excepción), los enemigos de la libertad perfeccionaron la receta escrita por Gramsci. Y tras penetrar el magisterio, la academia y el clero, suprimieron el conocimiento histórico (y más recientemente el científico) y lo reemplazaron por la ideología, produciendo generaciones desinformadas, ignorantes de la historia y la ciencia; y por lo tanto frágiles y fácilmente manipulables. Generaciones que, por natural remplazo, han ido ocupando los distintos roles en el Estado y en la actividad privada.
A lo descrito en el párrafo anterior, en los últimos años, como fruto predecible de décadas de paciente infiltración y consecuente escalada a través de los rangos con el paso del tiempo, el sistema jurídico de buena parte de las democracias occidentales, se ha convertido en un arma política que la sabotea desde dentro, mediante un trato no pocas veces preferencial para el delincuente (como el tristemente célebre caso del anciano español condenado por defenderse) y evidentemente diferenciado ideológicamente, con cada vez más jueces y fiscales que favorecen a los correligionarios del operador de justicia mientras persiguen sin proporción y a menudo sin sustento legal válido a quien discrepa. Al ser el poder Electoral a menudo una extensión del sistema de justicia, el filtro de las candidaturas y las mismas elecciones también pierden racionalmente credibilidad, hiriendo de muerte a la democracia.
Los corceles de los jinetes del apocalipsis, con jinetes enfundados en togas, galopan a sus anchas atropellando el derecho, destruyendo los cimientos mismos de la democracia occidental en no pocos países. Muchos organismos jurídicos multilaterales han sido igualmente infectados, perdiendo el ciudadano toda instancia de protección de sus derechos.
Como la democracia implica independencia de los tres poderes (Ejecutivo, Judicial y Legislativo) la impostergable reforma del sistema jurídico, con relevo quirúrgico imprescindible de aquellos operadores de justicia que vienen pervirtiendo su razón de ser, pasa a menudo por el absurdo de entregarle las llaves al gato despensero, con lo que el deplorable statu quo queda garantizado.
Idealmente, un Congreso con solidez moral e intelectual, sumados a una sólida formación jurídica podría emprender la tarea, pero la deliberada inducción de pérdida de atractivo de la gestión pública (cuyas causas y objetivos analizaré en otro artículo), hace que, a menudo, un congreso con capacidades inexistentes o numéricamente insuficientes sumadas a intereses mezquinos (incluso meramente remunerativos), conviertan en camino en utópico.
Como ocurrió en el pasado con otras formas de gobierno, atacada desde adentro, en sus mismísimos cimientos, la democracia occidental se enfrenta a su más dura prueba. Su subsistencia (con necesarias reformas que la fortalezcan) o su reemplazo por alguna otra forma de gobierno no está muy lejos. La alternativa del statu quo llevará inexorablemente a estados fallidos.
COMENTARIOS