La comisión de Constitución del Congreso de la R...
Se ha dado una señal clara: la democracia también es autoridad.
La orden de captura dictada por el Poder Judicial contra Rodolfo Orellana y Benedicto Jiménez por presuntos delitos de asociación ilícita para delinquir, lavado de activos, entre otros, demuestra que, no obstante la débil salud de nuestra democracia y los terribles problemas de las instituciones, el ejercicio de la libertad ha creado la suficiente reserva moral para que los resortes del sistema de justicia se pongan en movimiento ante la movilización de la prensa y la opinión ciudadana.
En la hipótesis de que se confirmaran las acusaciones en contra de Orellana estaríamos frente a una organización criminal que, por sus ramificaciones, solo podría compararse con la que montó Vladimiro Montesinos en los momentos más oscuros del fujimorato: manejo de fiscales, jueces, autoridades regionales, parlamentarios, medios de comunicación propios y ajenos, y otras conexiones que nos dejan estupefactos y nos plantean una interrogante crucial: ¿Cómo permitimos que esto sucediera? Es la misma pregunta que todos nos formulamos cuando conocimos los sucesos vinculados al presidente regional de Ancash, César Álvarez.
Es evidente que las denuncias focalizadas contra Orellana de parte de las víctimas que habían sido despojadas de sus propiedades no llegaron a impactarnos lo suficiente, igual que los acontecimientos en Ancash, a pesar de que merecieron amplios informes en la prensa y en la televisión. Pero es igualmente evidente y trágica la manera cómo los fiscales, jueces y la policía permitieron que prospera esta organización criminal que ha terminado embarrando al Poder Judicial, a la Fiscalía y a sectores del Congreso.
Si alguien deseaba describir la magnitud de la crisis institucional a la que ha llegado el país y no encontraba las palabras adecuadas, ahora solo tiene que describir la organización que había montado Orellana. Si el país ha permitido que este tumor se expandiera de tal forma, se entiende, casi naturalmente, el desborde nacional que causa la delincuencia.
Sin embargo, no todo debe ser lamento. La propia orden de captura contra Orellana nos indica que la democracia todavía tiene capacidad de auto regenerarse. Y entre las fuerzas benéficas está una de las prensas más independientes e irreverentes del continente. Cuando las denuncias contra esta organización criminal fueron investigadas por los medios nacionales, las fuerzas sanas en la fiscalía y la judicatura actuaron. Casi lo mismo sucedió con las imputaciones en Ancash. Es decir, el ejercicio de la libertad de prensa en el país nos está demostrando que no solo sirve para detener arrestos autoritarios, sino también para acabar con la corrupción y las organizaciones criminales que han osado poner el pie en instituciones tutelares.
Si de comparaciones se trata, vale anotar que la organización de Montesinos solo pudo caer cuando se desplomó el régimen autoritario debido a las intersecciones que tenía con el vértice del poder. En la democracia, por el contrario, las organizaciones delictivas que pretenden blanquearse con la misma institucionalidad, son desmontadas sin un cambio de régimen. Por el contrario, con actos de profilaxis de este tipo, la democracia se vigoriza y las instituciones se perfeccionan.
Si se prueban los delitos que habría cometido la organización de Orellana y se confirman todas sus ramificaciones institucionales nuestra democracia se habrá anotado un punto más en su afirmación. Pero también se habrá anotado un verdadero gol olímpico en la lucha contra el desborde social de la delincuencia. El estado y la democracia habrán enviado una señal irrefutable: la democracia también es autoridad y es hora de que los delincuentes pongan las barbas en remojo.
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