Uno de los mayores triunfos de la sociedad peruana es el haber...
En el Perú, hablar de cobre no es solo hablar de minería: es hablar del futuro económico del país. Este metal rojizo representa casi un tercio de las exportaciones nacionales y un décimo del Producto Bruto Interno. Pero más allá de sus cifras actuales, su verdadero valor radica en su proyección. En un mundo que avanza hacia una economía verde —autos eléctricos, energías renovables, redes eléctricas inteligentes— el cobre se ha convertido en el insumo estratégico por excelencia. Y Perú, con sus vastas reservas aún no explotadas, tiene en sus manos una de las llaves del desarrollo global del siglo XXI.
El crecimiento de la demanda mundial por cobre no es una hipótesis; es una certeza. De acuerdo con proyecciones del mercado, el déficit global de concentrado de cobre superará los 2.5 millones de toneladas métricas hacia 2026. Para ponerlo en perspectiva, eso equivale prácticamente a toda la producción peruana de 2024. Este escenario genera una oportunidad sin precedentes para el país. Sin embargo, aprovecharla no es tan simple: implica inversión, gestión estatal eficiente, resolución de conflictos sociales y, sobre todo, visión de largo plazo.
El contraste entre potencial y realidad es evidente. A pesar de estar entre los países con mayores reservas del mundo, Perú ha sido superado recientemente por la República Democrática del Congo en el ranking global de producción. Este retroceso no se debe a la falta de recursos, sino a problemas estructurales: minería ilegal, debilidad institucional y una agenda política que muchas veces prioriza el corto plazo.
En medio de este panorama incierto, Southern Perú —filial del Grupo México— aparece como un actor central. La compañía opera en el país desde hace más de seis décadas y ha anunciado una inversión de más de US$ 10,000 millones en cinco megaproyectos estratégicos: Los Chancas, Michiquillay, Cuajone, Tía María y una nueva refinería en Ilo. Estas iniciativas no solo apuntan a aumentar la capacidad productiva nacional, sino también a impulsar la economía regional a través de empleo, infraestructura y recaudación fiscal.
Regiones como Moquegua y Tacna ya muestran los beneficios concretos de una minería bien gestionada: altos indicadores de bienestar, empleo formal, infraestructura y dinamismo económico. Replicar ese modelo en regiones como Arequipa, Apurímac o Cajamarca es posible, pero exige voluntad política y coordinación entre empresa, Estado y comunidades.
La expansión de la minería, si se ejecuta con responsabilidad, puede ser el motor que financie proyectos de infraestructura, conectividad y servicios públicos en zonas que han sido históricamente marginadas. En lugar de alimentar una falsa dicotomía entre minería y desarrollo social, el reto está en integrarlas.
El cobre puede ser para el Perú lo que el petróleo fue para Noruega o el litio para Australia. Pero ese salto no se da solo con recursos naturales. Se necesita un Estado que actúe, una ciudadanía informada, empresas comprometidas con estándares internacionales y un marco legal estable. Hoy, el país está ante una oportunidad histórica. Tiene lo que el mundo necesita. Lo que falta es decidir si vamos a quedarnos mirando cómo otros aprovechan esa ventaja, o si vamos a tomar las riendas de nuestro destino.
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