Berit Knudsen
Mamdani, símbolo del progresismo identitario
Nueva York no eligió a un alcalde: eligió una moral
Zohran Mamdani, nuevo alcalde de Nueva York. La magnitud de su elección no está en su edad o biografía “exótica”, sino en que cristaliza la mutación del Partido Demócrata hacia un progresismo identitario que administrará el poder de la capital simbólica del mundo occidental. Su mandato definirá qué se considera aceptable y respetable en el debate público, alejándose del libre mercado y del sueño americano como narrativa central de Estados Unidos.
La elección de Mamdani es resultado de un proceso que comienza en 2018, cuando Alexandria Ocasio-Cortez derrotó a Joe Crowley en una primaria Demócrata que modificó la arquitectura interna del partido. Ahí nace el método para colonizar el Partido Demócrata desde dentro, sin necesidad de fundar un partido socialista independiente, convirtiéndolo en vehículo ideológico que desplaza el centro de gravedad moral hacia un “progresismo identitario”. En esta corriente, poco importa cuánto produces o cuánto aportas al sistema económico: el eje medular es el grupo al que perteneces y el relato de opresión que se te asigna, legitimando una nueva jerarquía moral en la que minorías raciales, migrantes, colectivos, musulmanes o profesiones precarizadas adquieren autoridad ética superior. El hecho de que Mamdani provenga de Uganda y sea musulmán opera como activo político: su biografía funciona como certificación moral, no solo como origen personal.
Nueva York no ha votado por un administrador pragmático, votó por un intérprete ético que asigna al Estado el rol de garante de derechos absolutos en vivienda, transporte y servicios basados en la “redistribución”. La participación récord de dos millones de votantes en esta elección demuestra que los neoyorquinos votaron por una narrativa cultural: votaron por quienes definen la moral pública en un país polarizado.
El Partido Republicano no necesita atacar a Mamdani en lo personal: su triunfo entrega una vitrina para demostrar que el progresismo ya no es discurso universitario, sino poder operativo. Busca ejecutar el aparato de la ciudad más emblemática de Estados Unidos, convirtiéndola en laboratorio de políticas que tensionan el equilibrio entre libertad individual y tutela estatal.
Trump utilizará esta victoria como prueba de que las ciudades demócratas dejan de ser administraciones de servicios para convertirse en proyectos ideológicos que subordinan la economía a la narrativa identitaria. Ese eje será usado para justificar restricciones federales, condicionalidades presupuestarias, auditorías y relatos sobre la disputa por el control simbólico del futuro. El progresismo identitario no necesita mayorías nacionales: basta con controlar ciudades-nodo donde se produce cultura, noticia, entretenimiento y relato. La pregunta es si el libre mercado puede sobrevivir cuando el Estado es el árbitro moral que decide qué debe subsidiarse, qué rentas congelar, qué precio es “justo” y qué discurso es “ofensivo”.
El riesgo para el sueño americano radica en que el eje cultural desplaza al eje productivo. Si la identidad determina la legitimidad política, no la generación de valor, se abre la puerta a una sociedad donde el mérito es irrelevante y la política se convierte en administración de agravios simbólicos, sin crear oportunidades reales. Nueva York no eligió a un alcalde: eligió una moral. Cuando la ciudad que fue símbolo del capitalismo global se convierte en laboratorio de “redistribución” bajo criterios identitarios, la columna vertebral cultural de Estados Unidos entra en una peligrosa fase de colisión. Ese choque por definir el futuro puede tener más impacto que cualquier paquete legislativo que se debata en el Congreso.
















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