Juan Claudio Lechin
Gays y el ciclo milenario
Parte 1: La hegemonía de lo femenino
Sobre la legalización del matrimonio gay, las opiniones van desde aceptaciones pechoñas hasta negaciones agitadas. Ambas son más sentimentales que racionales o causales. La primera apela a la lástima/comprensión y, la segunda, a una ultra-afirmación masculina (más vulnerable a los argumentos actuales). En este debate —como desde hace siglos en todo debate revolucionario—, se pone a la naturaleza como árbitro, sea para acusar de “contra-natura” o para defender como natural al homosexual. No es muy adecuado usar a la naturaleza como parámetro de lo correcto pues desde la noche de los tiempos, el ser humano no ha dejado de hacer lo imposible por alejarse de la naturaleza.
Los detractores de la homosexualidad (y del matrimonio gay) tienen varias debilidades en lo táctico. Una que ya es común, es acusar al que se opone al matrimonio gay de ser un homosexual reprimido, por tanto, el único camino de no ser gay (o no estar bajo la sospecha de serlo) es aceptarlo; haciendo que la virilidad fuera de toda duda pase por la aceptación gay. Otro elemento táctico es que en la legitimación de lo gay, como ha sucedido antes con otros actores importantes que irrumpen en la historia, están haciendo una reconstrucción del pasado mostrando (con o sin fundamento) a personajes célebres como homosexuales o posibles homosexuales. Hay varios otros resortes tácticos y episódicos en su inserción como actor social legitimado, pero más allá de triunfos o derrotas circunstanciales, estratégicamente han triunfado. La creciente hegemonía de lo femenino, en la historia global actual, conlleva la derrota de la larga hegemonía de lo viril. De otra manera no podría darse un crecimiento sostenido en esta relevancia continua de lo femenino, su poder, su pensamiento y su estética. No es que me alegre o me entristezca, me entusiasme o lo desdeñe, sino que parece ser esa la incontestable tendencia de época.
Creo que quedan pocas dudas de que vivimos un cambio de ciclo milenario en la historia. La evidencia parece indudable. Por un lado, la imparable caída de todos los paradigmas de la historia pasada (masculina), desde la religión hasta la filosofía, pero además habemos testigos presenciales de esta tendencia hegemónica de lo femenino, desde el punto de inflexión en la década de l960 y su crecimiento exponencial y sostenido. Obviamente que perteneciendo al orden de los grandes ciclos de la historia (los ciclos milenarios), el desplazamiento del ciclo masculino hacia la hegemonía de lo femenino no es abrupto y, por tanto, no es percibido por las personas desatentas a esta transformación, o por quienes tienen reticencias psicológicas a verla, o por quienes miden estos cambios con parámetros del pasado, útiles para fenómenos pasados, y que generalmente pasan por considerar lo femenino como un reivindicación de justicia social, de nivelación, de venganza o de redención; argumentos levantados generalmente por el feminismo primitivo que es el feminismo machista, o por los comunistas/fascistas que, en verdad, usan el feminismo como bandera o desestabilizador de otros sistemas pero cuando suben al poder son exageradamente masculinos.
Tal parece, pues, que a la vista de este desplazamiento —un largo ciclo masculino (desde Mesopotamia y el Egipto de Naqada I) hacia un ciclo femenino que se gesta actualmente, varias “novedades históricas” actuales deben ser analizadas bajo esta óptica y no bajo el pensamiento tradicional. Pues solo así, lo gay, más que una moda o el moño suelto por el relajamiento de las costumbres y la moral, o un condición enfermiza a la psique, se trata de la evidencia del ciclo femenino invadiéndolo todo, reafirmándose en el territorio del otro hegemónico, de lo masculino, no sólo en las estructuras sociales sino en el cuerpo.
Si aceptamos que existen ciclos milenarios de género, no es difícil inferir que antes de este ciclo masculino hubo un ciclo femenino. Efectivamente existió. Es poco indagado, pero está claramente representado por diosas femeninas y creadoras, como Istar y Astarté; diosas de enorme sofisticación teológica pues no eran ídolos sueltos sino cabezas de complejos panteones divinos, o sea, en su tiempo eran diosas femeninas equivalentes a lo que llegaría ser la cúspide de la construcción teológica varonil de Dios padre, creador y perfecto. Esto es importante señalar porque esas diosas no representan una ocurrencia o un accidente en la representación de lo trascendental de los seres humanos sino un largo proceso de creación teológica a partir de un tejido social existente, de sus psicologías, del poder de género, en su momento.
Por Juan Claudio Lechín
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