A través de la prensa de los Estados Unidos se acaba de...
Se acaba de conocer que los militantes comunistas, populistas, bolivarianos o seguidores de las entelequias de los pueblos originarios, han propuesto en las comisiones de la Convención Constituyente de Chile un sistema soviético como modelo constitucional: se excluye la propiedad privada de la organización económica, se cancela el Banco Central y se establece que el Estado es la fuente principal de la riqueza. Se propone que los mandos de las fuerzas armadas sean elegidos por el voto popular y se plantea un congreso unicameral y un sistema de justicia popular.
¿Cómo es posible que el país con el ingreso per cápita más alto de Hispanoamérica se precipite a este abismo? ¿El país con menos pobres en la región –alrededor del 8% de la población– decide imitar a la miseria y la opresión de Cuba y Venezuela?
Lo que sucede en Chile no es un fenómeno casual, sino una consecuencia directa de la política y de las estrategias. Luego del retorno a la democracia, las derechas chilenas consideraron que el vertiginoso crecimiento económico y el proceso de reducción de pobreza eran suficiente para organizar los sentidos comunes de la mayoría y de las nuevas generaciones. Esa derecha ensoberbecida se dedicó a defender el modelo económico con uñas y dientes, mientras la izquierda –en todas sus versiones– daba el clásico paso atrás leninista: no presentó debate económico.
Luego de la caída del Muro de Berlín, la crisis generalizada de los estados populistas latinoamericanos a fines de los ochenta y el derrumbe de los estados empresarios, la derecha chilena creyó que llegaba el fin de la historia. Y, de una u otra manera, se compró el argumento determinista del marxismo envejecido: la estructura económica determina y explica la superestructura, los valores, la cultura y la ideología de la sociedad.
La izquierda chilena, por el contrario, procesó una de las reformas ideológicas y culturales más audaces de Hispanoamérica y el planeta. El marxismo cultural de la Escuela de Frankfurt, las polémicas y marketeras tesis de Foucault, el marxismo francés de Derrida y el posmodernismo de Lyotard empezaron a configurar y permear el nuevo universo cultural de Chile. Quizá la estrategia de los marxistas chilenos podría resumirse en el aserto siguiente: ¡Salvo la cultura, todo era ilusión!
Sin cuestionar el modelo económico, se apropiaron de los relatos dominantes sobre la reciente historia. Por ejemplo, Pinochet solo era un representante del mal, mientras que Salvador Allende era “un demócrata” que jamás había pretendido organizar soviets ni “armar al pueblo para enfrentar a las fuerzas armadas” burguesas.
En ese contexto surgió el discurso sobre los Derechos Humanos y una multiplicidad de oenegés que estigmatizaron a las fuerzas armadas chilenas y a la policía (Carabineros) prácticamente como ejércitos de invasión. Las turbas que incendiaron Santiago, desencadenando la constituyente y la imposibilidad de las fuerzas armadas y los carabineros de restaurar el orden y aplicar la Constitución y la ley, proviene de ese triunfo cultural en los temas de DD.HH. Finalmente, la Convención Constituyente que encamina a Chile a una república soviética es hija directa de esa estrategia cultural.
La ofensiva cultural se presentó en todos los campos. Los estudiantes de la educación básica y superior –no obstante tener el mejor sistema educativo de la región– marcharon exigiendo “educación para el pueblo” y, aunque parezca mentira, soñaban en convertir a Chile en una Cuba o Venezuela. El Frente Amplio y el Partido Comunista controlaban los sindicatos magisteriales y convertieron a las aulas escolares en talleres de adoctrinamiento de la colmena del mañana.
Si hay dudas sobre la audacia de esta ofensiva cultura neomarxista, allí esta la feroz arremetida en contra de la religiosidad tradicional en Chile. El incendio de iglesias, santos e imágenes cristianas, evoca las barbaries comunistas antes de la Guerra Civil Española.
¿Qué es lo que pretendemos señalar? Que en Chile existe la posibilidad de un régimen soviético por la traición de la derecha –sin ideología, es verdad–; pero sobre todo, por la ofensiva cultural del progresismo que, con su discurso de “todas y todas”, escondía su verdadera naturaleza colectivista.
Allí está el espejo exacto en el que los peruanos deben contemplarse y reflexionar.
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