Jorge Morelli
Presente griego

Timeo Danaos et dona ferentes
(Temo a los griegos, y hacen regalos)
Virgilio, La Eneida
La delegación de facultades es el premio consuelo para un gobierno sin mayoría parlamentaria: si la tuviera, no necesitaría esas facultades. Pero es venderle el alma al diablo, un pacto de Fausto con Mefistófeles.
La razón es simple. Imagínese que cierran un mall entero y le entregan a usted (y a su familia) una carretilla de supermercado y una hora para llevarse gratis todo lo que quepa en ella. ¿Qué haría? ¿Correría a la computadora más cara, el televisor inteligente y media docena de smartphones para todos? ¿Iría por las joyas (rentables en términos de valor versus espacio ocupado) y la ropa de diseñador? En el camino, ya que están allí, ¿echaría en la carreta quesos y vinos franceses o chocolates suizos?
Usted sabe que no tendrá otra oportunidad. El gobierno que recibe facultades para legislar también sabe que esta es la única ocasión que tendrá de realizar sus sueños. De modo que, por las dudas, echará mano de todo lo que se le proponga por descabellado que parezca. Al cabo de unos momentos habrá perdido de vista las prioridades y, rugiendo como un tren desbocado, arrasará con todo a su paso —dejando tirado lo que ya se cae de la carreta— para correr hasta la caja registradora y llegar un segundo antes de que expire el plazo con la lengua afuera y la convicción de haber olvidado algo fundamental.
Esto le ocurre igualmente a los gobiernos que reciben facultades para legislar. Abarcan más de lo que aprietan y pierden el tren de carrera. Cuando las obtienen creen haber ganado una batalla política. En realidad, sus problemas recién comienzan. Agotados, con la carreta llena de decenas de proyectos improvisados precipitadamente, promulgan decretos legislativos que entran en vigencia de inmediato. Si se proponían sacar treinta, terminan promulgando un centenar de dudosa necesidad. Y ahora tienen delante la pesadilla de reglamentarlos. Y defenderlos de su eventual derogación por el Congreso o de su declaración de inconstitucionalidad por el Tribunal Constitucional.
Mientras tanto, el programa del gobierno —que las facultades supuestamente iban a viabilizar— flota en el limbo por falta de reglamentos, por su impredecible debate en el Congreso o su interminable proceso ante el TC. Los decretos legislativos, mientras tanto, están vigentes en medio del desconcierto público, y no sabe si el programa del gobierno sobrevivirá a ese remolino.
La delegación de facultades es un recurso desesperado, improvisado en las leyes plebiscitarias de 1939, del mariscal Benavides, para dar alguna gobernabilidad a la democracia de la Constitución de 1933, la más demagógica de la historia del Perú. “Temo a los griegos, y hacen regalos”, dice Virgilio en La Eneida. Tal vez quiso decir: temo a los griegos, porque hacen regalos. Las facultades son eso: el caballo de Troya, el presente griego por excelencia.
Jorge Morelli
@jorgemorelli1
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