Cecilia Bákula
Paracas: belleza, naturaleza y futuro
Refugio para innumerables especies naturales

El Perú posee una gran diversidad de ecosistemas y riquezas naturales, quizá de las mayores que se puede encontrar en un solo país. Si bien eso es un tesoro, ha de ser, principalmente, una obligación y una motivación de responsabilidad para los ciudadanos y para todos los niveles de autoridad.
En nuestro territorio se encuentran, ya declarados, los siguientes espacios: nueve reservas nacionales, seis santuarios Nacionales, cuatro santuarios históricos, una reserva paisajística y diez parques nacionales, por mencionar solo algunos de los que enriquecen nuestro patrimonio natural y cultural.
Deseo referirme en esta oportunidad a la Reserva Nacional de Paracas, porque he tenido recientemente el privilegio de estar en esos lares y de ver lo maravilloso, lo bueno, lo no tan bueno y lo que debe ser atendido en beneficio de ese espacio. Por algo la denominamos “reserva”, porque en ella se contienen valores absolutamente destacados que han de ser protegidos en defensa de la naturaleza, del equilibrio que requiere y de la subsistencia natural de la cadena de vida.
Paracas fue declarado como Reserva Nacional el 25 de septiembre de 1975, mediante el Decreto Supremo 1281-75-AG. No obstante, esa propia norma podría ser revisada para actualizar las pautas que deben regir el uso de esos espacios y la conducta que debe seguir el “humano” para lograr una convivencia que en nada afecte a los habitantes naturales de la zona: flora y fauna.
Paracas tiene no solo gran cantidad de especies propias de la zona; es, además, punto de refugio y de tránsito para innumerables especies migratorias que, año a año, hacen larguísimos vuelos a través de los continentes, en un impresionante respeto de los relojes biológicos de cada especie. Muchas de esas aves, en sus viajes migratorios, hacen una parada en esta reserva, se alimentan y se organizan para las siguientes etapas de sus trayectos.
Con una extensión de 217,594 hectáreas, la Reserva Nacional de Paracas es un paraíso en donde la naturaleza se presenta como un regalo casi en su estado natural; en donde las aves, lobos marinos, bufeos, tortugas, piquillos, pastelillos, cangrejos, gaviotas y otras especies, viven en un ambiente propio y adecuado. Y para ello los seres humanos debemos respetar esos espacios y protegerlos, porque de esa subsistencia puede depender el orden de la naturaleza que, de ser quebrado o desatendido, puede significar una catástrofe en un tiempo cada vez más cercano.
Haciendo deporte acuático no invasivo pudimos ver hasta impresionantes “malaguas” que reverberaban en un mar casi cristalino, mostrando con orgullo tentáculos blancos, amarillos y rojos. Se nos acercaron lobos marinos y una pequeña manada de bufeos que, cuando sienten y perciben paz, muestran todo su arte, cual danzas marinas acompasadas.
Millares de aves en parvadas que cubrían el cielo y parecían oscurecerlo, se levantaban como nubes ordenadas y de movimientos precisos. En la orilla, muchísimos flamencos de largas patas y caminar cadencioso acompañaban nuestro desplazamiento, haciéndonos recordar hechos singulares de nuestra historia bicentenaria. Fue en esta bahía en donde desembarcó don José de San Martín en 1820, y no me queda duda de la impresión que debió causarle la experiencia del desierto tan vecino del mar y la riqueza que lo recibió en estas tierras.
Todo transcurría con mucha tranquilidad hasta que el ruido ensordecedor de las lanchas a motor alteraron toda esa paz, ese equilibrio; trastornan la vida de los animales, los agitan, los hacen huir y hasta perder el ritmo en sus desplazamientos ya que el tranquilo mar adquiere una intensidad de movimientos de pequeñas olas que mortifica la vida natural. Y no solo el ruido, sino también los residuos de combustible y aceite empiezan a notarse en la superficie de las aguas. Igual molestia causan los ruidos de los camiones. Aunque parecen estar lejos, en este universo equilibrado y pacífico, los ruidos y las voces se amplían, como se amplían también con excepcional belleza los sonidos propios de cada animal.
Respecto a la belleza paisajística, la Reserva Nacional de Paracas es un auténtico portento. Playas casi vírgenes como Lagunillas, La Mina y Raspón pueden hacer la delicia de los respetuosos visitantes.
Me llamó mucho y positivamente la atención, pasión, cordialidad y gentileza de los responsables de la guarda de la reserva. Todos son personas muy jóvenes, sin duda apasionados de su trabajo, pues lo saben indispensable para mantener el equilibrio del ecosistema de la zona, y para dar las pautas a cada visitante. Pero esa pasión y trabajo responsable se enfrentan también a visitantes irrespetuosos que ensucian, incumplen las indicaciones y faltan el respeto a quienes son la autoridad en esos lugares. Así también, ruidosos cuatrimotos y areneros rompen el equilibrio natural y afectan a toda la reserva, que es un gran todo en el que lo que sucede en un sector repercute en toda el área.
Estos guardaparques, que nos atendieron con total profesionalismo y diligencia, deben recibir de parte de sus autoridades mejores condiciones de trabajo. Se calcinan bajo un sol abrasador y a expensas de temperaturas muy altas o bajas, y vientos intensos conocidos como las famosas “paracas” que, cual tormenta de arena, pueden hacer imposible hasta el desplazamiento.
Nos esperaban al ingreso a la Reserva, bajo unas ramadas que en nada los cubren del sol y con unos cobertizos realmente precarios. Ello, agravado por la vestimenta que tienen, que está lejos de ser las más eficientes para el cuidado de su piel, su salud en general, la vista, el sistema respiratorio y la eficiencia en su labor. Hoy por hoy, la ciencia ha avanzado mucho y estas personas deberían tener, para su uso, equipamiento realmente de última generación, que les permita cumplir su deber y hacerlo en las mejores condiciones. Y eso se refiere no solo a vestimenta, sino también a espacios de trabajo, a baños adecuados, cobertizos apropiados y áreas con suficiente protección contra el sol. Los guardianes no están solo al ingreso de la reserva, están en cada playa, en cada recodo, en el borde del mar; y a la cordialidad de ellos se enfrentan las dificultades de su propio trabajo, agravado por condiciones altamente inadecuadas.
Paracas requiere, no obstante el esfuerzo que ellos realizan, de mayor atención, de pautas de conducta más estrictas y de un proceso de toma de conciencia que nos obligue a un mayor cuidado y protección. Los ruidos disturbadores, los motores y los deportes que atenten contra la paz de esa naturaleza deberían ser suspendidos. La costa peruana es inmensa y debe haber más de una bahía igualmente propicia para deportes invasivos; pero no esta que es altamente frágil.
Lo que se puede vivir en la Reserva Nacional de Paracas es una experiencia única de contacto directo con lo más puro de la naturaleza, con formas vivas de la misma creación. Y también con espectáculos de luz, sonidos naturales, movimiento de la arena que crean formas ondulantes en los perfiles del horizonte y con expresiones naturales de especies que, estando bajo nuestro cuidado y responsabilidad, deben pervivir por muchas generaciones.
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