César Félix Sánchez
Los «mínimos aceptables» en la política
Respeto de la vida humana, la familia y la libertad de educación

Hace ya cierto tiempo, la Santa Sede habló de los llamados principios no negociables en la política, suerte de mínimos aceptables: «[E]l respeto y la defensa de la vida humana, desde su concepción hasta su fin natural, la familia fundada en el matrimonio entre hombre y mujer, la libertad de educación de los hijos y la promoción del bien común en todas sus formas. Estos valores no son negociables»(*).
Que no sean negociables quiere decir que no pueden ser puestos entre paréntesis porque, por ejemplo, la alternativa política que los vulnere pueda tener «propuestas buenas» en elementos secundarios contingentes (como el apoyo al arte, por mencionar un caso) o que la alternativa política que los defienda pueda ser rechazada legítimamente por no tener «propuestas buenas» en esos mismos campos.
Podría alguien aducir que estos principios son solo extrínsecos y propiamente religiosos y que, aunque válidos para el creyente en su «vida personal», no pueden ser criterios válidos en la polis, plural y diversa por definición. Los principios «no negociables» serían, según esta perspectiva, equivalentes al mandamiento eclesiástico de la abstinencia de carne los viernes de cuaresma: un mandato que solo obliga a bautizados y que carece de sentido en el mundo profano.
Esta objeción ignora dos puntos fundamentales: 1) que la Iglesia, por su condición de sociedad jerárquica de origen divino, puede establecer criterios morales para sus fieles, incluso en lo que respecta a su acción en la comunidad política(**), y que, 2) como tantos aspectos fundamentales de la moral cristiana, estos puntos no solo corresponden a doctrina revelada sino también a la recta razón natural y surgen del hábito innato de la razón práctica que todos los seres humanos poseen y que nos dicta el principio de bonum faciendum, male vitandum: hay que hacer el bien y evitar el mal.
En efecto, el respeto y la defensa de la vida humana inocente desde la concepción hasta la muerte natural, así como el derecho de los padres a educar a sus hijos y la defensa de la familia basada en el matrimonio entre hombre y mujer son elementos morales que nos revelan de manera íntima la relación entre el individuo y el Estado y, por eso, su defensa obliga a todas las sociedades, no solo en cuanto cristianas, sino en cuanto humanas.
Porque, ¿qué es la legalización del aborto sino la estatización del nasciturus? Con tal medida se otorga al Estado la potestad de decidir que determinada persona no-nacida, que comparte la naturaleza humana con nosotros y que es un individuo distinto a su madre, no es ya persona y puede ser descartada sin culpa, sin importar lo que diga la ciencia, la recta razón, la religión, la tradición o incluso la misma sociedad. No extraña, por tanto, que el primer estado totalitario de la historia, la URSS de Lenin, haya sido el primer país del mundo en despenalizar y legalizar el aborto en 1920. En esa medida, aparentemente simple, se revelaba el rostro genocida de un gobierno totalitario que, en esos mismos momentos, decretaba la necesidad de prescindir violentamente de clases sociales y otros grupos humanos enteros.
Algo semejante puede decirse del llamado matrimonio igualitario, que no es otra cosa que darle el poder al Estado de decidir que una realidad afectiva esencialmente infecunda y muy frecuentemente efímera pueda ser equiparada jurídicamente a la familia natural tradicional, el modelo milenario imbatible de crianza y afectividad humana.
Y ni qué decir de la grave injusticia que significa otorgar al Estado la patria potestad de todos sus ciudadanos, aboliendo la familia, al obligar a su población a ser ideologizada en contra de sus conciencias, con el pretexto de una educación obligatoria diseñada no por los mismos ciudadanos, sino por burócratas y comisarios políticos que la utilizan como una herramienta de revolución social y cultural.
Violentar estos principios no negociables significa darle al Estado el poder de estatizar la misma fábrica de lo humano; significa convertir al Estado ya no en un instrumento de la sociedad, diseñado para servirla, sino en su dueño y señor, en el Dios mortal del que hablaba Thomas Hobbes.
En conclusión, la defensa de los principios no negociables es también de razón natural y su defensa obliga moralmente a todos los hombres, tanto creyentes como no creyentes. En esta defensa le corresponde un papel especial al voto: defender los principios no negociables implica votar por los candidatos que los defienden, al margen de otros elementos contingentes y subalternos con los que podríamos no estar de acuerdo.
* Benedicto XVI, Sacramentum Caritatis, n. 83
** Aquí nos referimos a lo que la Iglesia manda, es decir a lo que, en cuanto «peregrina de los siglos», como la llamó Thomas Molnar, ha enseñado de manera constante, no a las declaraciones informales, boutades u opiniones personales incoherentes con el magisterio tradicional que hayan dicho en momentos particulares autoridades eclesiásticas específicas.
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