Juan Sheput

La verdad en el país de las maravillas

Hoy pocos medios de comunicación cumplen con su principal misión

La verdad en el país de las maravillas
Juan Sheput
17 de junio del 2020


A veces pienso que hemos retrocedido a 1997. El clima de polarización del país era similar. Las denuncias sobre corrupción en el Gobierno de Alberto Fujimori eran crecientes, pero los medios silenciaban sistemáticamente los hechos, notificaban lo estrictamente necesario e ignoraban a la oposición. Con excepción de dos periódicos y una revista, era imposible encontrar una voz disonante. El nacimiento de Internet dio origen a listas organizadas en correos electrónicos –La Resistencia y Democracia, entre otras–, pero todo era limitado. Sin el poder de difusión de los medios, sobre todo la televisión, era muy difícil llegar a la población. Tan era así que las encuestas –a pesar de la corrupción y la crisis económica– arrojaban resultados halagadores para Fujimori, situándolo como uno de los gobiernos menos corruptos del mundo.

El parlamento de entonces tenía un puñado de congresistas dignos, pero la gran mayoría jugaba para el Gobierno. No existía control político. Fujimori decía una y otra vez que no iba a postular, pero en paralelo construía las condiciones para quedarse en el poder. El Gobierno trazó un plan para controlar a los medios, tenía que ver con la dependencia económica. A los dueños de los medios no les importaba que el país se vaya al despeñadero. Lo que les importaba era sobrevivir.

En estos días vivimos una situación dramática en el país. La gigantesca incompetencia del Gobierno de Martín Vizcarra ha destruido el orden institucional a través de una inconstitucional disolución del Congreso; y ahora, con sus aliados de la izquierda, ha destruido la economía, a la par de atravesar una profunda crisis sanitaria. No es cierto que el coronavirus haya sorprendido al Gobierno. Se venía advirtiendo desde inicios de febrero que el Gobierno no hacía nada contra la pandemia. Pero estas advertencias se limitaban a las redes sociales, pues no había otra espacio para exigirle pronta acción al gobierno.

El mensaje que parte de los voceros gubernamentales hoy se ha convertido en verdad indiscutible, por la imposibilidad de ejercer el derecho a la réplica opositora, propia de una democracia que se respete. Con eso pierde el país, pues no se puede confrontar posiciones y, con ello, enmendar decisiones. El pésimo diseño de políticas públicas, como la cuarentena por género y el confinamiento medieval, disparó el nivel de contagios, llevándonos a la mortandad actual. Todo eso se pudo evitar con un debate de posiciones en ese espacio público que deben brindar los medios de comunicación.

Un país anda mal cuando no hay un ejercicio real de la libertad de expresión. Habría que recordar una palabras que escribiera el legendario director de The Washington Post,  Benjamin Bradlee, en sus estupendas memorias A good life, a propósito del destape que causó la salida de Richard Nixon: “A partir de Watergate, siempre he buscado la verdad después de oír la versión oficial de la verdad”. Los periodistas han entendido que esa sentencia merece un marco, y así la tienen en muchas redacciones en el mundo.  Ben Bradlee también decía continuamente que lo mejor que le puede pasar a un periódico es tener un buen dueño. Él y Katharine Graham, propietaria de The Washington Post, siempre privilegiaron el interés público. Algunas veces se equivocaron, por supuesto, pero también por eso han pasado a la historia.

Juan Sheput
17 de junio del 2020

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