Darío Enríquez
La herrumbre de los falsos progresismos
Antes las izquierdas eran contestatarias, rebeldes y críticas

El fenómeno de las “nuevas” izquierdas –que aquí convengo en llamar también “falsos progresismos”– nos permite comprobar, por simple inspección, cómo ciertos principios, valores y acciones de las antiguas izquierdas hoy han sido desplazados por un amasijo de formas, categorías y propósitos igualmente liberticidas, aunque poco tengan que ver con la definición pragmática de las izquierdas hace tres décadas atrás. Recuerdo tiempos en que desde las izquierdas se proponía decir las cosas de frente, ser contestatarios, cuestionadores, críticos. Se asumían atributos contrarios a los llamados “conservadores”, a quienes se estigmatizaba por no hablar abiertamente y ocultarse detrás de supuestos principios inviolables (usualmente de tipo religioso) que llevaban a despreciables tabús.
Esos eran los prejuicios que flotaban en el ambiente y que desde las izquierdas se esgrimían como sustento de su pretendida y falaz superioridad moral. Eso sí no cambia, sigue siendo rasgo indudable de “izquierdismo”. Pero hoy, en pleno siglo XXI, lo que vemos es acaso una transfiguración en virtud de la cual (casi) todo aquello que las izquierdas rechazaban, hoy la caracterizan.
Revisemos tres aspectos: el trabajo, los impuestos y la vida social. Respecto del trabajo, desde el antiguo socialismo se le glorificaba como fuente de riqueza para el individuo y la sociedad, mientras el capitalismo solo ofrecía –desde la misma visión socialista– explotación y miseria para el trabajador. Frente a las evidencias categóricas de que los diversos socialismos que infestaron y fracasaron el siglo XX –sin excepción– fueron los que produjeron explotación, miseria y desolación, que todos fueron arrojados al basurero de la historia, el nuevo socialismo –pérfidamente contra tales evidencias– se resiste a reconocer el trabajo en un sistema de libre mercado como fuente de riqueza. Abomina de él y crea una serie de falsos derechos que la sociedad debe reconocer a aquellos que deseen vivir sin trabajar, haciendo del parasitismo social una bandera política.
Eso nos lleva al tema de los impuestos. Desde las antiguas izquierdas se apoyaba toda forma de desobediencia civil contra el pago de impuestos, rechazándolos como explotación del Estado burgués. Pero las nuevas izquierdas, en palabras de connotados miembros de la casta emblemática podemita en España, propone “freír en impuestos a la clase media” para financiar un enorme aparato estatal que despliega clientelismo salvaje bajo la piadosa denominación “estado de bienestar”.
Nuestros hermanos argentinos sufren hoy la exacerbación de esta forma de concebir la política y la economía con el cuento del “estado presente” (falso bienestar): en los últimos 40 años el Estado argentino ha crecido 10 veces supuestamente para combatir la pobreza, pero esta, en vez de disminuir, se ha multiplicado por tres. Una desgracia mayúscula, fruto de la estatolatría de sus dirigencias políticas de todo signo. Hasta la derecha es estatista en Argentina.
En el tema de la vida social, las diferencias entre las antiguas y las nuevas izquierdas son más de orientación que de fondo. Mientras parte del conservadurismo ha evolucionado positivamente, proponiendo que los cambios sociales se den fundamentalmente en forma espontánea o progresiva, sin que el Estado deba imponer ley alguna que pretenda regir la vida social más allá de usos y costumbres, las nuevas izquierdas quieren controlarlo todo. Las antiguas izquierdas pretendían controlar lo sociocultural desde la política y la economía. Las nuevas izquierdas juegan todas sus fichas represivas en el control absoluto de lo sociocultural para, desde allí, copar los espacios de política y economía. Un derecho inalienable como que en el seno de la familia se decida lo fundamental en la formación moral y de valores que reciben los hijos, es negado enfáticamente por las nuevas izquierdas.
Desde siempre, las izquierdas liberticidas, atrofiadas y herrumbrosas pretenden saber mejor que nadie lo que le conviene a cada uno. Lo instrumentan mediante leyes que aplican violencia estatal contra buenos ciudadanos a quienes criminalizan por ejercer tan “peregrinas” libertades como consumir lo que les apetece, decir lo que piensan, no aceptar obligación de pagar por servicios que no reciben o tener el derecho de criar a sus propios hijos. No pasarán.
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