Carlos Rivera

Darwin Bedoya: el vanguardista de la tradición

Sobre la obra poética del escritor moqueguano

Darwin Bedoya: el vanguardista de la tradición
Carlos Rivera
18 de agosto del 2025


Hay escritores que practican la poesía y a veces le salen algunos destellos de luz que intentan evocar alguna singularidad del tiempo, la vida, el amor o la muerte. Hay poetas que escriben prosa y en su práctica desnudan sus textos con glamorosas y sofisticadas imágenes redundantes. Son buenos pero sus estilos atraviesan la insalvable voluntad de un género literario en el que territorializan toda su potencia. Hay seres como Borges, Vallejo o Eielson que toman al lenguaje y edifican infinitas batallas contra todos los mundos posibles. Más que representantes de un género son guardianes de algo más supremo y sublime: la palabra. Darwin Bedoya es un artista del mundo guarnecido con el aura de aquellos que han alcanzado el misterio estético. Darwin nace en Moquegua pero vive en Espinar, también ha residido en Puno y Juliaca y es referente de los poetas en Arequipa. Como José María Arguedas puede «vivir feliz todas las patrias».

Desde su modestia (y no aquella falsa humildad) es un tótem de la literatura y patrimonio de este país que sangra y ríe como las carcajadas del diablo. Y cuando uno menciona su nombre viene a nosotros una serena resignación de estar ante un sujeto singular, mítico como los apus o fresco como las aguas cristalinas del ande que bañan los cuerpos y riegan las tierras, o de estar ante un personaje que explora como un condenado la literatura a sus anchas. Pudo ser un monje literato del medioevo, un místico del siglo XVI o un erudito de alguna biblioteca inglesa del milenio pasado.

Yo he venido a esta tierra luego de un tiempo nadando entre fangos de tristeza por la muerte de mi hermano. Espero que la desolación no me gane y triunfe mi semblanza. Aquí voy con mis reflexiones. Y El libro de las sombras de Darwin tiene como epígrafe un rotundo verso de Jaime Sabines sobre estas melancolías inciertas: “Padre mío, señor mío, te has muerto y me has matado un poco.”

Intentar contener todo lo que se desprende de la muerte y comprimirlo y amoldarlo con coordenadas antropológicas, psicoanalíticas e históricas es una tarea que pocos artistas logran. Darles a estos manuscritos la vitalidad de un testimonio desde los más hondo de la conciencia o la memoria jugando con los recovecos, las añoranzas, los mitos o las pulsiones humanas como el amor, el sexo es pretencioso y terriblemente agotador para el artista que se empeñe en esta tarea. Darwin, como ya dijimos, es un esteta a lo Wilde, Valdelomar o Pesoa. Esa sublimación de saberes que nacen de sus lecturas categóricas desde ensayistas o teóricos como Benjamin o un vasto conocimientos de los cánticos, las elegías, o las travesías de los juglares o estilos que marcan la gran literatura como los romances, el haiku, o los intentos totalizantes y disruptivos de la posmodernidad. Nuestro poeta además de conocer literatura le agrega una extensión del arte en su concepción más expresiva y didáctica rescatando lo más útil para sus escritos. Además de ser un atento lector sabe descifrar las cualidades o debilidades de una obra. Tiene sensibilidad literaria, perspectiva y sentido crítico que le otorgan un campo más diverso para sus travesuras de creador. 

Entonces uno va leyendo poco a poco su libro y comprueba las voluntades de su arte:

Yo arrastré tu ataúd por un desierto de salamandra y escorpiones. Siete días con sus noches anduve manchando la tierra con el dolor de nuestra sangre. Y al final llegué hasta la sombra del níspero que tú sembraste. Allí cavé un lugar para tus huesos, padre. Y fue en la ausencia del sol cuando supe que tus ojos se apagaron el día en que cientos de guerreros amanecieron colgando de tus labios. Desde ese día los pájaros no han dejado de cantar, por eso ahora, en nuestro reino, crecen enredaderas y helechos púrpuras. 

La poesía de Darwin atraviesa varios estilos y corrientes literarias. Toma de la tradición andina sus mejores insumos. No cae en el mentado pastiche indigenista que ataca a muchos de nuestros escritores creyendo que la sola mención de las tradiciones eleva la categoría de un poema, un cuento o una novela. Recrean un mundo imposible desde claves sociales y hasta ideológicas y precisamente eso desvía las buenas intenciones éticas de sus trabajos. Darwin bebe de esa rica oralidad en su divina alegoría creadora y la vuelve plástica, armoniosa y pulcra como lo pretendieron hombres como Arguedas o Feliciano Padilla. El lamento, la tragedia o el dolor andino elevado a una estética dialogante con los sentidos y la literatura de otras latitudes. 

Aquí otro ejemplo de esta destreza: 

Aquel día, como si aconteciera la muerte de un dios, deposité los sueños del hombre sobre su pecho aún sangrante. Puse también, entre sus manos, un poco de maíz fresco para que no padezca hambre en su galope hacia otro silencio. Y muy cerca de su pecho, con el fin de mostrar al espíritu del viento que era un tipo como ningún otro, dejé envuelta su ropa color arcilla y sus sandalias hechas con piel de hurón.

Esos extractos son reflejo de su esforzado arte. Son un catálogo íntimo y metafísico. Una cartografía de discursos poéticos que abarcan la misteriosa contención ante la muerte. 

A una edad relativamente temprana Darwin ha rozado la luminosa estética que le permiten otras expresiones como el microcuento o los estudios literarios. Siempre dedicado, sereno y nada pretencioso. Lejos de los colectivos literarios, de las modas contaminantes, de los snobismos o visiones arcaicas politiqueras, el poeta se resiste a su única misión. Y como una máquina creadora solo rinde culto a la palabra. Pues de ella venimos y hacia ella vamos. Porque como dice él mismo “escribimos para seguir existiendo”.

Carlos Rivera
18 de agosto del 2025

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