César Félix Sánchez
Kast y la política peruana
El riesgo de perder el indudable progreso conseguido

A inicios de año, le escribí a un muy inteligente amigo peruano de larga residencia en Chile sobre las cataratas de desgracias que le habían sobrevenido a nuestra región –y particularmente a nuestro vecino del sur– durante estos últimos años. Sin embargo, le manifesté mi esperanza en un personaje cuyos debates siempre seguía yo vía Youtube como una suerte de bálsamo en los momentos en que tanto los balbuceos incoherentes de Vizcarra como las rimbombantes flatus vocis del supuestamente elocuente Sagasti nos cansaban y entristecían. Se trataba de José Antonio Kast, un disidente de la UDI (aunque quizás sea más exacto decir que la UDI se volvió disidente de sí misma, y él se mantuvo siempre en el mismo lugar), que formó un nuevo partido y que, aparentemente contra la opinión mayoritaria de la sociedad chilena, se mantuvo firme condenando las protestas de 2019, defendiendo el modelo económico y los principios no negociables respecto de la vida y la familia. En el país con mayor número de no creyentes de la región se atrevió a decir con todas sus letras: «¡A Chile le falta Dios!».
Mi amigo me contestó lo siguiente: «Kast debate muy bien, pero no creo que su partido supere el techo del 12%. No logra tener arraigo popular». El grado de deconstrucción que política, social, moral y espiritualmente parecía haber alcanzado Chile hacía imposible que un candidato de tales características pudiera siquiera figurar. Por lo menos era el «sentido común» de los politólogos que, con su falta de profundidad usual, tomaron la destructiva e irracional fronda de 2019 como si fuera un proceso irremontable, fatalmente decretado por la providencia.
Pero lo que ignoraban estos marketeados vendedores de humo es la extrema precariedad de las «revoluciones moleculares» que, como es evidente, se nutren de la afectividad desbocada, particularmente de los nativos digitales y otros ingenuos, manipulada de forma muy básica y que, por lo tanto, si no existe la «condición subjetiva», para utilizar el término leniniano, de un caudillo hábil o de un partido vanguardista con cierto élan heroico, se esfuman apenas se apagan las pasiones. Y más bien sucede que el paso del tiempo y la reflexión sosegada hacen percibir al público claramente el riesgo de ver perdido el indudable progreso y paz conseguidos en las últimas décadas por la violencia irracional.
Por otro lado, aunque la descristianización de Chile es un hecho reciente pero muy extendido, se cometió el usual error de extrapolar lo que sigue siendo la opinión de un grupo reducido de fabricantes de opinión, académicos y opinadores como el «sentir mayoritario» de la población. A tal extremo llegó esta ceguera de la élite progresista chilena que cierto periodista apellidado Stingo llegó a considerar como falsa la encuesta de CADEM que ponía a Kast en primer lugar. Su principal argumento era que los chilenos no podían ser «tan esquizofrénicos» de haber votado solo un año atrás masivamente por la aprobación de la constituyente y ahora colocar en segunda vuelta y en primer lugar a quien representa la antítesis absoluta de los gaseosos anhelos de la nueva izquierda infantilizada. Parece ser entonces que la ruptura con la realidad corresponde a los liderazgos mediáticos, antes que a la sociedad chilena que, a pesar de todo y en un amplio sector, sigue siendo todavía chilena. Esto se vio con meridiana claridad en el último debate, en donde todos los candidatos de izquierda, de derecha y de “centro” lo atacaron. Especialmente surreal fue cuando una de las periodistas moderadoras sacó un cuento infantil sobre un niño que tenía dos papás y les preguntó a los candidatos si lo repartirían en los pre-escolares. Todos menos Kast respondieron que sí y lo apalearon por negarse a la “inclusión”. Creían en su ingenuidad que los ruidosos multicolores de Santiago y Viña del Mar eran más representativos de lo que en verdad son.
Como no podía ser de otra forma, nuestra prensa repitió el lugar común de considerar a Kast como “ultraderechista”. Si juzgamos las cosas de acuerdo a la realidad tanto programática como doctrinal de Kast y su partido, descubrimos que no es más que un conservador al estilo de la UDI primigenia y que defiende el constitucionalismo liberal clásico y la separación de poderes. Hace quince años habría podido pasar, incluso, por alguna figura centrista de la Concertación. Pero como la locura del progresismo ha llegado a extremos tan grandes, cualquiera que se quedó allí y no acepta las consignas casi semestrales que emiten los fabricantes globales de lo políticamente correcto es ahora de «extrema derecha». Así, quizás, hasta la feminista actual más desatada sea considerada dentro de cinco años también «ultraderechista» sino se aggiorna lo suficientemente rápido.
En nuestro país los diarios llevaron la caricaturización de Kast a extremos risibles. En un artículo orientado a explicar el porqué del auge de la «ultraderecha», llegan a la piramidal pero elocuente conclusión: «El favoritismo por la ultraderecha es nuevo y en parte responde al discurso de Kast en favor del orden público y la paz». Caramba: ahora el orden público y la paz son señales de «extremismo». Y eso es en un diario que hasta hace no mucho era visto como de «derecha». No me imagino qué pondrá el diario castillista El Sombrero.
Pero ¿qué lecciones tiene el triunfo de Kast para la política peruana? Reflexionaremos al respecto en un nuevo artículo la próxima semana.
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