Heriberto Bustos
Entre el pecado y la virtud
A propósito de la Semana Santa

Muchos de nosotros, si no todos, hemos sido formados familiarmente en las prácticas de respeto, tolerancia, veracidad y solidaridad, entre otros principios. Una práctica que estuvo ligada a la formación espiritual de nuestros mayores, que se fueron perdiendo a medida que las sociedades se hacían más diversas y al compás de la “intromisión” de prácticas externas o extrañas. Importa recordar a quienes se llenan la boca de patriotismo, de igualdad, de anticolonialismo, que a la esencia filosófica de la cultura tradicional se sumó la hispánica y, en una mezcla o combinación a manera de simbiosis, surgió un particular sincretismo filosófico, evidenciando la necesidad de dichos preceptos para mantener una sociedad sana espiritualmente, a pesar de coexistir en un contexto de desigualdad.
Si aún nos queda memoria del pasado, rememoremos que la Iglesia católica (única o absolutamente mayoritaria entonces) hacía referencia a pecados y virtudes como dos antípodas, orientando a combatir faltas como soberbia (arrogancia), avaricia (mezquindad), lujuria (obscenidad), ira (rabia), gula (glotonería), envidia (celos) y pereza (apatía). También estuvo presente nuestra herencia andina con las máximas de ama sua, ama llulla y ama quella (no ser ladrón, mentiroso, ni flojo).
Lamentablemente la existencia de los antivalores y su incremento solo se explica por nuestra flaqueza en el verdadero combate contra ello. Tuvo que ocurrir un hecho catastrófico de dimensión global para darnos cuenta del profundo daño causado fundamentalmente por la soberbia y avaricia presente en algunos gobernantes y funcionarios que, buscando beneficios personales, incumplieron con la adquisición oportuna y honesta de materiales diversos relacionados con la salud de la población. Nos privaron de mejores condiciones de conectividad e instrumentos básicos para abordar acciones educativas en condiciones de aislamiento, y ahondaron el déficit de servicios básicos (agua, desagüe, luz), para muchas poblaciones y pobladores, entre otros.
Por casualidad, las actuales circunstancias complicadas en cuanto a nuestra salud, coinciden con un período que muchos creyentes asumen como Semana Santa, y que dedican a orar y reflexionar recordando al hombre que, en su intento de liberar a la humanidad del pecado, ofreció su propia vida. Este contagioso ejercicio de fe constituye un momento ideal para la meditación sobre las acciones diarias y los cambios que debe realizarse para acercarnos al bien. Una tarea que resulta una exigencia mayor para aquellos que, asumiendo ser creyentes, transgredieron normas y comprometieron a intonsos en la realización de actos de por sí inmorales.
Encontrándonos en casa, abrumados por las noticias sobre el avance del Covid-19, atemorizados por su cercanía, tratando de aferrarnos a la vida sin saber que vendrá mañana, cumpliendo con las determinaciones para disminuir su impacto, démonos el tiempo necesario para no olvidar que la distancia entre complicidad y colaboración es demasiado corta. Y que las acciones irresponsables de quienes las realizan, aun con nuestro conocimiento y silencio, nos acercan a ellos más de lo que imaginamos.
La lucha contra la corrupción que estaba en primera línea hasta hace poco, no debe ser dejada de lado en estos momentos críticos. Por el contrario, en el marco de la certeza y justicia debemos, junto a nuestras preocupaciones por la vida de los peruanos, hacer del eslogan “¡Ni olvido ni perdón!” una bandera de combate, reafirmándonos en las virtudes. Los justos no deben pagar por los pecadores.
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