Francisco de Pierola
El soft power y la cultura
No podemos permitir que la cultura sea monopolizada por la izquierda
En el mundo contemporáneo, la cultura se ha convertido en el campo de batalla principal de la política. Ya no hablamos solo de ideologías o enfrentamientos entre partidos políticos, sino de una lucha por el sentido común, por los valores que rigen nuestra sociedad y que se transmiten a través de los medios de comunicación, las artes y la academia. Este fenómeno es lo que Joseph Nye denomina soft power, el poder blando que tiene la cultura para moldear la opinión pública sin necesidad de coerción directa. Si bien este concepto suele asociarse a la política internacional, su impacto en la política interna es innegable, y las izquierdas progresistas lo han entendido mejor que nadie.
Hoy, la izquierda no busca la toma violenta del poder como en décadas pasadas, sino algo mucho más sutil y efectivo: dominar la cultura. Lo han hecho a través de la hegemonía en Hollywood, la influencia en las universidades y el control de los principales medios de comunicación. Artistas, académicos y periodistas progresistas han abrazado la agenda ideológica de la nueva izquierda, promoviendo valores que están reñidos con los fundamentos de nuestra civilización.
Agustín Laje, en su libro El libro negro de la nueva izquierda, explica cómo el progresismo ha sabido aprovechar esta estrategia cultural para infiltrarse en los rincones más profundos de la sociedad. A través de conceptos aparentemente nobles como la “inclusión”, la “diversidad” y los “derechos de las minorías”, han logrado desvirtuar el sentido común, adoctrinando a las generaciones más jóvenes con ideologías radicales. La ideología de género, el feminismo radical y el ecologismo extremo son solo algunas de las banderas que enarbolan con fervor. No es casualidad que personajes de la farándula y del cine, muchos de los cuales carecen de formación política seria, se hayan convertido en los voceros de estas causas. Sus opiniones, aunque muchas veces superficiales, tienen un impacto masivo en la sociedad.
En Hollywood, por ejemplo, es difícil encontrar producciones que no incluyan elementos de la agenda progresista. Desde la promoción del aborto como un derecho incuestionable hasta la representación idealizada de familias no tradicionales, todo parece estar al servicio de un objetivo claro: cambiar la percepción de lo que está bien y lo que está mal. Este bombardeo constante de ideas progresistas, camufladas en entretenimiento, ha sido uno de los pilares fundamentales del soft power cultural de la izquierda.
La academia tampoco ha escapado de esta influencia. Las universidades, especialmente en Occidente, se han transformado en centros de adoctrinamiento donde los estudiantes son expuestos a una única visión del mundo: aquella que demoniza los valores tradicionales y exalta las “nuevas” identidades y formas de vida. Los profesores que se apartan de esta corriente ideológica son marginados, y los estudiantes que se atreven a cuestionar el dogma progresista son atacados o ridiculizados. Como bien señala Laje en La batalla cultural, la izquierda entendió que el control de la academia era esencial para perpetuar su hegemonía ideológica. Y lo han logrado.
Los medios de comunicación no son la excepción. Gran parte de la prensa, tanto en América Latina como en el resto del mundo, promueve de manera constante la narrativa progresista. Las voces conservadoras son silenciadas o caricaturizadas, mientras que las agendas de la izquierda encuentran un espacio preponderante. Esto se debe a que, como explicó Agustín Laje, la nueva izquierda no necesita confiscar fábricas o bancos; lo que busca es apropiarse de las mentes, de la manera en que las personas interpretan el mundo que las rodea. Al controlar los medios, tienen una plataforma para moldear el pensamiento colectivo y dirigir la política de manera indirecta.
El soft power no es inocente, y la batalla cultural es real. Los progresistas han demostrado que la cultura es la herramienta más poderosa para cambiar la política interna de un país. Si los conservadores no reconocemos la importancia de esta lucha, corremos el riesgo de perderla. No podemos permitir que la cultura siga siendo monopolizada por la izquierda. Debemos articular una respuesta, promoviendo valores que respeten nuestra tradición, nuestra identidad y, sobre todo, la verdad.
Es hora de tomar en serio la batalla cultural. Porque esta es la madre de todas las batallas.
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