Cecilia Bákula
El discurso en San José
Raúl Porras Barrenechea en su momento más glorioso

En tiempos como los que nos toca vivir, es casi indispensable recordar a aquellos peruanos que se elevaron sobre sus propias circunstancias y que dieron un tinte de absoluta coherencia a su conducta. Ni siquiera las presiones, ni la prensa, ni la voz de una supuesta mayoría pudieron moverlos un centímetro de lo que era su línea de principios. Ese es el caso de Raúl Porras Barrenechea a quien la historia tiene destinado un sitial especial, no solo por su capacidad intelectual, su rica producción bibliográfica y su labor docente, sino principalmente por la coherencia de su conducta.
Es por ello que deseo escribir líneas respecto al “Discurso de San José”, que es una pieza de oratoria política del más alto nivel. Y que adquiere mayor relevancia aún cuando se comprende tanto la circunstancia en que fue pronunciado como el carácter y la estructura moral de su autor. Hoy en día, estos paradigmas de la verdad y la rectitud son pocos conocidos; nos toca destacar su accionar para comprender que en todos los tiempos la coherencia ha sido y debe ser una virtud.
Raúl Porras Barrenechea fue un académico que optó por dedicarse a la investigación y a la historia, y a hacer una seria reflexión sobre el Perú. Ejerció la docencia en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, su alma máter, en donde la vida académica y la producción bibliográfica ocuparon casi del todo su atención. Fue tentado por la vida política, y su participación se sustentó en aportar al país lo mejor de su sapiencia y experiencia.
Asumió la cartera de Relaciones Exteriores el 4 de abril de 1958 y culminó su gestión el 15 de octubre de 1960, durante el segundo período de Gobierno de Manuel Prado Ugarteche y como integrante del gabinete que presidió Pedro Beltrán. En esa misma gestión gubernamental fue senador de la República, y tuvo que asumir la presidencia del Senado entre el 8 de febrero y el 28 de julio de 1957, en reemplazo de su primo, el Dr. José Gálvez Barrenechea, quien falleció mientras ostentaba la responsabilidad de dirigir el Poder Legislativo.
Es indispensable conocer las circunstancias en que Raúl Porras pronunció ese discurso porque es una manifestación de entereza principista que siempre debe ser vista como un faro que ilumina la conducta de quienes ejercen alguna autoridad, aún en tiempos de oscuridad. Porras, que también era abogado, conocía perfectamente los fundamentos del Derecho Internacional, que incluye la libertad de los pueblos para determinar su destino en temas internos.
A solicitud del Perú, se convocó a la reunión de cancilleres de la Organización de Estados Americanos (OEA), para ver en conjunto temas prioritarios en ese momento. El más sustantivo era el referido a la posible expulsión de Cuba de la Organización, propuesta que venía siendo liderada por Estados Unidos de Norteamérica, que pretendía que todos los Estados siguieran su postura. En un gesto que conmovió a muchos y disgustó a no pocos, el 23 de agosto de 1960 nuestro canciller pronunció un discurso en el que dejó claramente sentada su opinión en contra de la expulsión de Cuba.
Fue un acto de dignidad y de principios que tuvo un alto costo personal, pero que elevó al Perú a la condición de líder de posturas contrarias a las de la mayoría, pero expresadas con solvencia y dignidad. Porras estaba convencido de que contravenir las instrucciones recibidas era indispensable para evitar que el pueblo de Cuba fuera “ajusticiado” políticamente sin haber sido oído ni incorporado al diálogo.
Y si bien, como es conocido, triunfó la opción de condenar a Cuba, cabe reflexionar sobre su conducta al comprender que, a veces, el fracaso es realmente un triunfo. Su contundente “no firmo” se hizo eco de altura, coherencia y valentía, sabiendo que las consecuencias personales no se harían esperar.
Pedro Beltrán fue incapaz de comprender la magnitud de la conducta de Porras, y optó por desautorizarlo públicamente. Ante lo cual, presentó su renuncia, la misma que no quiso ser aceptada por el presidente Prado, quien también debió aceptar la seriedad de la decisión tomada. No obstante, Porras estaba ya herido en la incomprensión a lo que se sumó el desenlace de una afección cardíaca que él había sobrellevado, como casi todo en su vida, con valentía y discreción.
A su regreso a Lima, Porras optó por retirarse a su casa en Miraflores, en donde murió pocos días después, el 27 de septiembre de 1960.
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