Darío Enríquez

El crecimiento sin desarrollo nos agobia

Necesitamos retomar el camino de las reformas libertarias

El crecimiento sin desarrollo nos agobia
Darío Enríquez
06 de agosto del 2019

 

El evidente y manifiesto desastre de la política menuda en el Perú —en todas sus variantes, colores e instancias— satura nuestra vida cotidiana con reacciones también menudas, olvidando las graves implicancias de la inestabilidad política en el mediano y largo plazo. Enfrentamos un momento crucial, tal vez el más importante de nuestra historia reciente.

Es claro que quienes “ganan” con esta crispación permanente de la vida nacional pretenden continuar con este “río revuelto”, porque cultivan y cosechan frutos pensando en el corto plazo; si no pueden cultivarlos, los compran o alquilan. Lo que no se comunica, no existe, aunque esté allí. Y lo que no existe, puede crearse con la magia de una comunicación “apropiada”. Por eso la abundante publicidad estatal parece someter la línea editorial de muchos medios de comunicación. Por eso la impresión de que los grandes medios harían parte de poderes fácticos que controlan los hilos del gobierno. Por eso tantas guaripoleras políticas y tanto felpudo mediático.

También están los afiebrados, violentistas y delirantes que, en medio de su trasnochada nostalgia de creer que mañana a las cinco de la madrugada empieza la revolución mundial, en todo momento invocan “refundar” la República y una nueva (otra más) Constitución. Parece mentira que aún haya grupos políticos que propongan programas estatistas muy parecidos a los que se dieron entre 1968 y 1990. Esas funestas ideas y su aplicación forzada desde un proyecto estatista nos lanzaron al tacho histórico de la inviabilidad como país.

Nuestro Perú y todos nosotros nos estamos jugando seriamente el futuro de hasta cuatro generaciones. Lo que resta del siglo XXI será testigo de nuestro éxito o nos verá sumirnos en el espantoso “paraíso” de las utopías estatistas. Desde que en 1997 se truncaron las reformas y se inició el desfile interminable de proyectos subalternos más o menos disfrazados de “democracia” —lo que nos afecta hasta hoy y nadie sabe hasta cuándo más— los políticos en el poder parecen imponer sus aberrantes propósitos personales y de grupo, destruyendo lo poco que hemos logrado.

¿Qué es éxito para un país? En nuestro caso, hemos logrado salir del hoyo de la inviabilidad en el que nos hundió el estruendoso fracaso del proyecto estatista 1968-1990, que iniciaron los dictadores militares. Los políticos tradicionales que los sucedieron fueron incapaces de desactivarlo e incluso algunos de ellos lo asumieron con entusiasmo. Desde 1990, tenemos ya casi tres décadas de un país que ha sabido salir adelante con cifras espectaculares en crecimiento económico, reducción de pobreza y emergencia de un notable estrato socioeconómico de clase media.

Durante los noventa, sobre la base de dos años previos de estabilización (1990-1992) más casi cinco años de reformas (1992-1997), el Perú dio el gran salto que se registra en los anales de la historia como “el milagro peruano”. El capitalismo popular y las reformas libertarias que devolvieron a la sociedad civil tantas actividades confiscadas por el estatismo depredador, alimentaron la transformación de barriadas periféricas urbanas en dinámicas, pujantes y prósperas nuevas ciudades emergentes. También las clases medias urbanas en sectores tradicionales se han fortalecido en su posición y expectativas. Decenas de millones de peruanos nos hemos incorporado a la modernidad —conexión antes reservada a las élites poco ilustradas de nuestro Perú— y los “nuevos ricos horrorosos” son el rostro colorido, emblemático e incontestable de ese Perú moderno.

Sin embargo, eso no es todo. Después de una mejora espectacular en las condiciones materiales, hoy sufrimos una crisis que está golpeando la calidad de vida de nuestros ciudadanos. Nuestro tangible crecimiento económico nos llevó al progreso material, pero no a la senda del desarrollo. Empezamos a sufrir los rigores de haber quebrado el proceso, de haberlo estancado en medio de frivolidades propias de “falsos nuevos ricos”. Aunque hay una serie de factores, desde la “recarga” ideológica de los enemigos del comercio —en el sentido que le da el maestro Antonio Escohotado— hasta la metástasis de la megacorrupción y la impunidad, pasando por serias restricciones de tipo sociocultural, el centro de gravedad de nuestros problemas de hoy es una crisis de institucionalidad.

Esto tiene impacto en nuestra vida diaria. Sin instituciones sólidas, todo intento de mejora desde las autoridades delatará improvisación y mediocridad. Es terrible. La autoridad municipal de Lima criminaliza al buen ciudadano que paga sus impuestos y que contribuye a la creación de riqueza, prohibiendo su circulación en automóvil en ciertos días, horas y lugares si su placa termina en número par o impar. El presidente de la república hace abandono flagrante de sus obligaciones, permitiendo que una turba anule un proyecto minero que ya se había autorizado luego de cumplirse con trámites largos, pesados y costosos, que el Estado requirió de inversionistas privados. Los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial se encuentran enredados en una maraña de conflictos, pleitos y corruptelas que no tiene cuándo acabar. Organizaciones privadas muestran tener injerencia y hasta control de instancias estatales en forma abierta e ilegal. Las instituciones no funcionan como debieran. Pero quienes deben tomar acción y decisión, en vez de buscar el fortalecimiento de las instituciones, lo que hacen es proponer falsas soluciones para manipularlas, someterlas y liquidarlas.

También en lo cotidiano se sufre las consecuencias de la crisis de institucionalidad. La delincuencia campea y los efectivos policiales —en vez de luchar contra ella— son derivados a tareas poco productivas y nada necesarias. Los cortes en el servicio de agua potable son cada vez más frecuentes. El desorden campea por doquier, desde colas interminables en todo tipo de servicio hasta la “rentabilización” de clientes, obligando al pago de un impuesto disfrazado de compromiso ambientalista, pasando por un sistema de transporte en colapso permanente. La incertidumbre por la crispación política, la debilidad institucional de las máximas instancias del Estado, un Ejecutivo absolutamente ineficaz y la inestabilidad consiguiente, todo ello afecta negativamente las iniciativas de inversión. No hay confianza. Tomar rumbo hacia el desarrollo parece ser un objetivo cada vez más difícil, lejano e irreal.

 

Darío Enríquez
06 de agosto del 2019

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