Neptalí Carpio
El 5 de abril y el 30 de septiembre
Semejanzas y diferencias de dos crisis políticas

Dicen que las comparaciones son odiosas, pero en la política siempre es un ejercicio necesario. Comparar el autogolpe del 5 de abril de 1992 y la disolución del Congreso el 30 de septiembre del 2019 resulta ilustrativo para conocer las debilidades de nuestra democracia. Entre ambos hechos existen varias similitudes y, sobre todo, abismales diferencias. Pero hay un denominador común, a saber: otra vez se repite la tragedia de los constitucionalistas peruanos, metidos en una descomunal y estéril polémica, como si estuviéramos en la ciudad de Bizancio del siglo XV.
La primera y anecdótica coincidencia es que ambas decisiones fueron tomadas por ingenieros. Alberto Fujimori es un ingeniero agrónomo graduado en la Universidad Agraria, mientras que Martín Vizcarra es ingeniero civil graduado en la Universidad Nacional de Ingeniería. La segunda coincidencia radica en que ambos se enfrentaron a las élites de su tiempo. Fujimori se enfrentó a las élites pos oligárquicas y estatistas que defendían la Constitución de 1979, mientras que, paradójicamente, Vizcarra se vuelve a enfrentar a las élites, aquellas que hasta hace poco despotricaban contra la Constitución vigente, defendiendo la de 1979 y ahora se aferran a la vigente, aunque ahora el fujimorismo actual es el más recio defensor. Pero el matiz es que ahora gran parte de esas élites aparecen nuevamente divorciadas de la sociedad y son las que, en mayor medida, han sostenido una corrupción sistémica, que tiene sus picos más altos en los casos Lava Jato, Club de la Construcción, Cuellos Blancos del Puerto y, ahora, el de los codinomes.
La virtud principal de Alberto Fujimori fue que con el autogolpe del 5 de abril abrió la posibilidad de la irrupción de la economía de mercado, terminando de cancelar una economía estatista llena de empresas estatales corruptas e ineficientes, dando curso a un modelo que, con todas sus deficiencias y limitaciones, ahora es el sustento estructural del crecimiento económico que el Perú tiene desde hace más de 20 años. Y ya sabemos que después terminó como autor mediato de una alta corrupción con Vladimiro Montesinos y la violación de derechos humanos. El reformismo de Martín Vizcarra, en cambio, no es en el terreno de la economía, sino en el sistema político, una reforma aún incompleta, que intenta acabar con los cimientos de una institucionalidad donde ha primado la impunidad, el mercantilismo y las diversas formas de corrupción.
En ambos casos, la tragedia es la de los constitucionalistas que llegan otra vez rezagados, cuando la crisis política actual prácticamente obligó al presidente Vizcarra a disolver la representación nacional. ¿Se imaginan ustedes, si hace unos 10 o 15 años esos mismos constitucionalistas y políticos que ahora se rasgan las vestiduras por un supuesto golpe de Estado, hubieran tenido la voluntad política y la potencia intelectual para obligar al Congreso para que apruebe la renovación por tercios del Congreso o anular el voto preferencial? Si aquello hubiera ocurrido, la disolución del Congreso no habría sido necesaria, por el hecho de que la mayoría ciudadana hubiera tenido la oportunidad, con los votos, de decidir, a la mitad de un mandato de gobierno, qué parlamentarios deben irse a sus casas y qué otros deben quedarse. En los archivos del Congreso existen numerosas iniciativas que proponían ambas reformas, pero nunca se les dio importancia. Que no se quejen entonces ahora por su falta de voluntad para innovar el sistema político peruano. Nuestra democracia carece de válvulas de desfogue al hartazgo frente al desprestigio del parlamento. Y ahí tenemos las consecuencias.
Pero hay una abismal diferencia entre el autogolpe del 5 de abril de 1992 y la disolución del parlamento de este reciente 30 de setiembre. La acción de Alberto Fujimori fue en abierta controversia con la Constitución, mientras que la decisión de Martín Vizcarra fue haciendo uso del artículo 134 de la Constitución. Incluso, en el supuesto negado de que la medida fuera discutible legalmente, esta tiene alta legitimidad y se da en medio de una amplia libertad de prensa, con la vigencia y ejercicio de los derechos humanos y la independencia de poderes. No existe ninguna sensación dictatorial, ni por asomo. Si las cosas se definen por la esencia y la naturaleza de los hechos, los peruanos ejercemos una intensa democracia. Que yo sepa, nunca como hoy los peruanos discuten sobre la Constitución, la cuestión de confianza, la legitimidad, la ilegalidad y tantos otros conceptos, propios de legos, políticos y constitucionalistas. En cierto sentido se ha roto el monopolio del raciocinio jurídico y otras disquisiciones, que las élites quieren solo para sí y sus clientes.
Aquí vale recoger la reflexión del profesor, Carlos Alejandro Cornejo Guerrero, quien en su artículo “El dogmatismo y su influencia en el derecho”, en la revista Foro Jurídico, decía lo siguiente: “Es sabido que cuando el derecho se consagra en un código se petrifica, y en cierto sentido es un derecho muerto, pues no sigue la evolución de la sociedad. Si bien es cierto que el juez y los funcionarios administrativos con facultades para resolver conflictos son los que tienen la misión de vivificar el derecho a través de una jurisprudencia creativa, con el tiempo y especialmente en una sociedad en transformación, se hace necesario replantear los cimientos del derecho, los cuales están construidos de los grandes principios, conceptos e instituciones jurídicas”. Este mismo juicio sirve para quienes creen que la Carta Magna está escrita en piedra, casi como una entelequia.
Ahora bien, de esta comparación sobre dos hechos históricos traumáticos, hay una lección constitucional que sacar. Si queremos que el “contrato social” no termine por romperse es necesario volver a intentar una transición política, aquella que no se realizó el año 2001 cuando ingresó al gobierno temporalmente el gobierno de Valentín Paniagua. Entre otras cosas se requiere enriquecer, precisar e innovar los títulos IV y V de nuestra Carta Magna, títulos referidos a la parte orgánica. Una de estos temas debe ser precisamente el referido a la cuestión de confianza. Hay que admitir que esos títulos requieren una alta precisión que no deje dudas y que permitan una alta predictibilidad.
Ese debería ser uno de los temas centrales de debate de la próxima representación nacional a elegir el 26 de enero próximo, a manera de un momento semiconstituyente que podría durar unos seis u ocho meses. Previamente, el presidente Martín Vizcarra podría designar a una comisión de expertos, con una alta composición plural, que permita generar amplios consensos. Este parece ser el momento preciso para terminar de completar la ansiada reforma política; entre ellas, la madre de todas las reformas: la bicameralidad.
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