Milko Ibañez
Del país de las maravillas al país de las pesadillas
Por abandonar las reformas de los años noventa
En esta semana tan santa y de gran júbilo para gran parte de la humanidad el Perú tiene muy poco que celebrar. Por todos es conocida la criolla frase “Dios es peruano”; porque durante muchos años gran parte de peruanos pensó que a pesar de haber tenido un ramillete de desastrosos gobernantes, aquí estábamos: la pobreza se reducía constantemente desde las reformas (inconclusas) de los noventa, la inversión fluía, los peruanos volvían, los jóvenes no se iban.
El Perú subía y subía. Y a pesar del boicot al sentido común y la justicia, que un sector odiador y también muy corrupto de la sociedad usaba para seguir copando el poder y seguir robando a más no poder. El Perú durante muchos años vivió prestado de las reformas que aplicó en los noventa. Estas estaban basadas en la libertad, la propiedad privada, el mercado; quisiera decir también en el imperio de la ley, pero esta reforma no se dio nunca, o lo que se hizo fue muy tímido.
Los funcionarios y otros opinólogos comparaban al país con sus vecinos; sí, esos del mismo patio subdesarrollado, no fueron más allá, no miraron más allá, no tenían esa visión, esa curiosidad, esa preparación, esa ilusión de un proyecto común. Pero era evidente que ningún país vecino, incluido Chile (el más aplicado de la clase), no eran Finlandia (en educación), Noruega (en gobierno corporativo), Holanda (en libertad, creatividad y comercio), Suecia (en derechos civiles), Corea (en el orden), Estados Unidos (en institucionalidad)...
Nos bastaba con el boom del ladrillo y de algunas industrias. Los grandes empresarios volvieron a mostrar su miopía en la elaboración del proyecto común que debe tener toda nación; y sobre todo, su angurria. “Ya la hiciste” era la frase más escuchada; “el Estado soy yo”, en su versión criolla de primero yo, segundo yo, tercero yo.
Esa receta de las reformas de los noventa en el Perú se dejó de lado muy pronto, se tomó a medias y sin las dosis adecuadas. Otros países más sabios, con gente más educada, la siguieron aplicando durante muchos años; el resultado fue que ellos crecieron más, se enfermaron menos y por eso hoy ellos pueden ejercer la solidaridad con sus nacionales. Fueron pobres, se volvieron ricos y hoy comparten solidariamente.
El Perú se volvió el país de los milagros, todo muy santo sin necesidad de Semana Santa. El Perú se volvió el país de las maravillas. Pero en solo 20 años de gobernantes, funcionarios y empresarios ignorantes y corruptos, hemos vuelto al punto de partida. El mito del eterno retorno nos persigue, Sísifo y su piedra rodando cuesta abajo es nuestro retrato.
Sin embargo, creo que aún hay esperanza. Y la encarnan los jóvenes educados, que con sentido crítico y alma curiosa han recorrido el mundo y visto cómo se hacen las cosas en las naciones desarrolladas. De ellos dependerá que el Perú no pase de ser el país de las maravillas a ser el país de las pesadillas. Modifiquemos la consigna de Gonzales Prada, en su segunda parte y gritemos: ¡Los jóvenes a la obra, los corruptos a la tumba!
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