Cecilia Bákula
Confinamiento religioso
Se impide el acceso de los fieles a sus iglesias

Con respecto a la nueva cuarentena que nos toca vivir son muchas, muchísimas las voces que se han levantado para expresar que no es adecuado repetir una receta que fracasó en los momentos iniciales de la pandemia, hacia abril y mayo del 2020. Y que ha quedado demostrado que un confinamiento severo no rinde los resultados esperados; máxime porque hay una gran “confusión”, por decir lo menos, respecto a la manera cómo se administra y decide el confinamiento. No se ha tenido en cuenta, aparentemente, la desgracia económica que el confinamiento implica y la desesperación de una cada vez mayor cantidad de personas que, por tener una actividad informal, requieren de hacerse “el día”. Y lo hacen a cualquier precio porque sus vidas y las de su familiares, se sostiene en ellos.
Tampoco se ha tenido en cuenta el altísimo costo emocional del “encierro”, que afecta en mucho a los mayores y en gran medida a los niños; a estos últimos se les ha prohibido el uso de espacios públicos al aire libre. Mucho menos se ha podido (¿querido?) evaluar el desastre que ha sido el año lectivo 2020, que encontró al sector educación en falencia, con equivocada improvisación y falta de respuesta para las necesidades de las grandes mayorías. Quizá exigir justicia y éxito en la educación sea un exceso, porque ni siquiera tenemos la salud atendida como para que los maestros y alumnos puedan trabajar lo que les corresponde, con algo de éxito y en las mejores condiciones de salud, alimentación y salubridad. Es decir, desde el punto de vista educativo, el año que ha pasado es un año perdido, un año más de retraso o, por lo menos, de estancamiento.
Muchas decisiones, en apariencia erráticas, han confundido a la población; hay contradicciones en los mensajes o en la manera de expresar las ideas, lo que no ha aportado claridad y mucho menos paz. Y esto sin incidir en el tema de las vacunas que, cual sainete, ha tenido marchas y contramarchas en la información, en las fechas, en los procesos, No se ha escatimado en auto alabanzas del propio gobierno, que se siente “satisfecho” con haber logrado, tardíamente, que lleguen al Perú un número insignificante de vacunas (para los más de 30 millones de ciudadanos).
Pero mi inquietud va un poco más allá. Y me refiero a la voluntad extraña y con oscuros intereses de impedir el acceso de los fieles a sus iglesias, a los templos y a los lugares en donde los ritos, la oración y la acción espiritual en comunidad, enriquecen el espíritu, fortalecen el ánimo y le otorga a los feligreses fortaleza en el alma, reciedumbre ante la crisis y herramientas del alma suficientes para enfrentar esta calamidad y hacerla más llevadera.
Es cierto que estos enunciados podrían ser incomprendidos y parecer absurdos para quienes no tienen el privilegio y el don de la fe, de la necesidad de la oración y de la asistencia personal (no virtual) a las ceremonias religiosas; para quienes no son parte de la liturgia ni comparten con la comunidad de creyentes los ritos y la oración colectiva.
Es en las Iglesias en donde se cumplen con mayor severidad y de manera estricta los protocolos de seguridad. No se incumple ninguno, y hay un espíritu de cuerpo de ser responsables porque es una manera de agradecer el poder asistir al templo. En ese sentido, no deja de ser alarmante que quienes toman las decisiones y que “reparten” el aforo, no se hayan percatado de que no es posible colocar la asistencia a las Iglesias, en menor cantidad de público que en los restaurantes; que no se puede comparar las seguridades que se toman en uno y en otro. No es posible aceptar que se nos limite la libertad de culto, que no solo es un tema teórico sino que implica práctica; y no solo en solitario, sino también en comunidad. Muchos saben ya que la palabra “iglesia” (ecclesia) significa comunidad de los convocados a esa fe. Es por ello que el culto comunitario es indispensable, salvo que no se quiera entender y mucho menos promover el desarrollo espiritual de los ciudadanos.
Vale recordar que en nuestra Constitución, el inciso 3 del artículo 2º del capítulo 1º, señala de manera categórica que se reconoce y defiende el derecho a la “libertad de conciencia y de religión en forma individual o asociada...el ejercicio público de todas las confesiones es libre...”. Quizá es oportuno hacer ver a las autoridades que la salud por la que dicen preocuparse no es ni puede ser única y exclusivamente la salud física; ella se complementa necesaria y profundamente con la salud espiritual. Es grotesco, por decir lo menos, que se haya limitado a los sacerdotes la atención a los fieles que requieren de su ministerio
La Iglesia no reclama privilegio alguno; reclama por sus fieles. Y son los fieles los que también reclaman su necesidad y derecho de asistir a los templos, pues esa imposibilidad viola en mucho la dignidad de los ciudadanos; atenta contra el ejercicio de su libertad y la opción personalísima de asistir al culto, a la oración colectiva y al crecimiento espiritual que significa, para los católicos, la Eucaristía y los sacramentos. En ellos nos fortalecemos, en ellos nos encontramos con Cristo Salvador. Y, como si eso no fuera más que suficiente, un pueblo que ora, que se postra ante Dios en humilde alabanza, es un pueblo que puede enfrentar los retos más grandes con fortaleza y pundonor.
Los católicos y todos aquellos cuya fe exige culto comunitario, debemos alzar nuestra voz para exigir respeto, coherencia, lógica y justicia. Hay un grupo bastante contundente que está reclamando que esta nueva cuarentena es inconstitucional, como lo son los tenebrosos centros de “detención provisional” que se han implementado. No obstante lo que pretendo es llamar la atención respecto al derecho inalienable, fundamental e indispensable de que la libertad de culto no sea solo una expresión verbal, sino que se dé en la práctica y siempre vale recordar la permanente actualidad de la siguiente expresión de Jesucristo: “Dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Lc 20,25). Con esas palabras, desde hace más de veinte siglos entendemos que las leyes civiles no pueden limitar el ejercicio de la fe, en cuanto se desarrolla en un plano que supera, sin duda, cualquier otro de índole humano.
Ello se concatena perfectamente con el pensamiento del jesuita Jean Daniélou, quien supo expresar con claridad que en un mundo como el actual, profundamente despersonalizado, en el que la técnica, que si bien entendemos como progreso, viene deshumanizando paulatinamente al hombre, se necesita que Dios esté en la sociedad para hacer de ella una realidad digna y humana. Y para ello el acceso al culto es indispensable; es un derecho, es una necesidad.
Concluyo con una frase de Pedro Miguel Funes: “Quienes somos creyentes nos sentimos obligados a orar por los gobernantes, independientemente de que nos gusten o no, incluso cuando no cumplen bien su cometido. En realidad los cristianos creemos que la oración es una base sólida para comenzar a cambiar y mejorar nuestro mundo”.
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