Octavio Vinces
Un buen muchacho
Sobre la tragedia del avión de Germanwings que ha conmovido al mundo.
Andreas Lubitz era un joven que a los 27 años seguía viviendo en la casa paterna de Montabaur, una bucólica localidad del estado federado de Renania-Palatinado. Cuando comenzó a barajarse la hipótesis de que el Airbus 320 de Germanwings había sido estrellado de manera voluntaria por su piloto (todo indica ahora que en realidad fue su copiloto), y la compañía únicamente había revelado que se trataba de un ciudadano alemán, la especulación que resultaba más obvia se puso en marcha a través de los medios de comunicación y las redes: la de un nuevo atentado terrorista del fundamentalismo islámico. Al fin y al cabo el tener un pasaporte europeo no es indicativo de nada definitivo en los tiempos actuales, de manera que la primera información dada por la compañía aérea —su silencio en torno a la identidad de quien piloteaba la aeronave— acrecentaba la sospecha. ¿Cuál es su nombre?, ¿cuál su religión? fueron preguntas repetitivas hasta que la identidad de Lubitz terminó por ser revelada.
La aeronave había sido estrellada por un ciudadano alemán con todas las de la regla, y no por el hijo de una familia del Medio Oriente nacido en Berlín o Múnich, como tantos niños y adolescentes que acuden a las escuelas públicas de esas ciudades. No se trataba de un resentido social captado por Al Qaeda o el Estado Islámico, sino de un joven burgués, vástago de una profesora de piano y un ejecutivo de negocios. Quienes conocían a Lubitz no dudaron en describirlo como un joven formal, confiable, discreto. Un buen muchacho alemán que acababa de asesinar a 149 personas inocentes.
Las ventajas que la tecnología aporta a nuestras vidas tienen un costo correlativo que, de un modo u otro, todos tenemos que soportar. Viajamos con mayor velocidad y frecuencia, por ejemplo, pero los accidentes aéreos constituyen verdaderas catástrofes en las que nadie sobrevive. Asumimos esto con naturalidad, y hasta con cierta indiferencia, mientras la desgracia no nos toque directamente o a alguno de nuestros seres cercanos o queridos. Pero la tragedia del vuelo 9525 ha sido capaz de remover fibras que parecían adormecidas. Nadie está a salvo de cruzarse con un espíritu vil, con un monstruo carente de misericordia a quien las circunstancias le otorgan un poder destructor que tal vez no dude en utilizar. Y lo peor de todo quizá sea nuestra imposibilidad de advertirlo, como fue el caso de los pasajeros y la tripulación del Airbus 320 de Germanwings.
Sería un craso error buscar una explicación para esta tragedia en la pretendida depresión del joven «formal, confiable, discreto» que en vida fue Andreas Lubitz. Si los desequilibrios psíquicos —la angustia, la depresión— impulsaran a la criminalidad, el mundo estaría plagado de escritores y de artistas asesinos. «Líbranos del mal», dice el padre nuestro, una oración que viene recitándose desde hace dos mil años y que sigue tan vigente.
Por Octavio Vinces
02 - Abr - 2015
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