Eduardo Zapata
Bajo el sombrero
Desilusión y protestas de muchos votantes

“Perder el sentido” es una expresión que, semánticamente, puede aludir a la pérdida de la conciencia o a la no siempre inocua desorientación en tiempo y espacio. Y algo de esto ha ocurrido en los primeros pasos de gobierno que han desfilado ante nuestros desorientados ojos y oídos. De allí que nuestra historiadora Cecilia Bákula haya calificado, en este mismo portal, a las del bicentenario como unas fiestas patrias “con pena y sin gloria”.
Ruptura de protocolos elementales. Tardanza en el nombramiento de ministros. Ministros que al parecer ya lo eran y se tuvieron que retirar el día mismo de la juramentación. Retorno de alguno de ellos, que había dicho ya hasta que la palabra de Castillo no valía nada. Despacho presidencial ambulatorio e informal. Discurso presidencial con inexactitudes históricas, promesas vagas y también amenazas. Y desplante a las FF.AA. y Fuerzas Policiales por doquier. Deconstrucción de símbolos y gestas patrias desde un inicio.
Es curioso que políticos y periodistas hayan tenido cuidado –creo que inconscientemente– en diferenciar el uso de las voces celebrar y conmemorar: eso ya decía mucho de un estado de ánimo. Estado de ánimo que se extendía a la población toda, que no embanderó como antaño y, en todo caso, oscilaba entre la alegría de los nuevos palaciegos, la desilusión misma de algunos votantes del ganador, la protesta de otros y la tensa indiferencia de la mayoría ante fecha tan significativa.
Interesante acudir a las etimologías a la altura de esta nota. Y hacerlo con Joan Corominas para enterarnos de que la palabra “celebrar” proviene del verbo latino celebrare; y este a su vez del adjetivo latino celeber. En cualquier caso, una raíz que evoca una abundancia que merece celebración. Pero lo interesante de las etimologías son también sus antónimos. Y el antónimo de celebrar es en latín desertus. Es decir, abandonado, sin horizonte.
La celebración, que debió ser una promesa de futuro, se tornó en incertidumbre y extrañeza. Todo generado por el vacío de gobierno. Todo generado por el deliberado escapismo del señor Castillo. Revividas simbólicamente ciertas escenas, vimos la contradicción entre un dirigente sindical que se vistió y aun maquilló como Primer Ministro versus otro dirigente sindical que se hizo conocido en una huelga de la cual salió triunfante y que ya como candidato presidencial, o aun Presidente, se encasquetó un sombrero que no abandona nunca. El consejo del sombrero fue indudablemente útil para diferenciarse del exceso de candidatos que impedía saber quién era quién y acercarse, de paso, al pueblo. ¡Ah, ese es el del sombrerito! Pero a estas alturas –ya ocupando la presidencia– termina por menoscabar la imagen presidencial y la propia imagen de un maestro. Y si a eso se le suma su permanente paso fugaz y sus negativas a declarar a la prensa, eso lo acerca más a una caricatura tipo Speedy González que a un Presidente de la República.
¿Por qué insistir en el sombrero? Estudios realizados por la Universidad de Oxford utilizando la realidad virtual buscaban analizar la conducta de las personas dependiendo de su altura. Las conclusiones avaladas nada menos que por Hugh Perry, que es director del prestigioso MRC Neurosciences and Mental Health Board, eran contundentes: la baja estatura aumentaba las probabilidades de ser paranoico, desconfiado y de tener miedo a los demás. Y ya sabemos que la paranoia implica no solo desconfianza sino hasta la sensación de ser perseguido. De allí la agresividad, de rodearse de gente muy cercana aun cuando carezca de competencias y se rompan normas y protocolos; de allí la imposibilidad de búsqueda de consenso.
Desde el mensaje presidencial hemos visto crecer la copa del sombrero del señor Castillo hasta alcanzar unos 30/35 centímetros. Pero como todos sabemos los complejos de inferioridad no se neutralizan con bravatas en las plazas públicas, “yo hago lo que quiero” o prótesis de crecimiento. Si se trata de sombreros, y por más que la copa de estos crezca, el problema subsiste y está debajo del sombrero. Ojalá se trate solo de un asunto de disfraces. Pues de ello depende el sentido de la vida de millones de peruanos.
Usted, señor Castillo, ya no es ´el del sombrerito´. Es el Presidente de la República. Me temo que razones psicológicas que desconozco y una ideología que sí conozco le impidan ver la diferencia. No hay nada más que esperar.
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