El pasado 21 de octubre, el abogado y escritor Gary Marroquín M...
La reseña de un libro es siempre un trabajo complicado porque los juicios que contenga comprometen más al autor de la misma que al libro enjuiciado. Es todavía más complicado si el libro en cuestión no es ubicable en algún género convencional, y más bien transita entre géneros diversos: no es reportaje ni entrevista, tampoco crónica ni ensayo; más bien, tiene de todos esos un poco y un tanto de creatividad narrativa. Es por tanto un libro transgresor de las formas convencionales.
Miguel Ángel Rodríguez Sosa es el autor que ha producido su primera obra radicalmente distinta a sus publicaciones anteriores: novelas históricas y prosas y ensayos breves. La otra memoria es principalmente un libro que hace una lectura de la historia política del Perú en el decenio de 1990, en el que los hechos pertenecieron a un protagonista, Alberto Fujimori. Pero los juicios son enteramente de quien escribe la obra.
Si bien Rodríguez declara su admiración personal por Fujimori, a quien valora como el “salvador de la República” en su momento más aciago del siglo XX, rechaza que se le considere fujimorista. A sus críticas francas sobre acciones u omisiones del protagonista añade su inocultable poca estimación por los seguidores políticos de él.
El autor, de frente y en el primer párrafo de la primera página, nos enfrenta a los lectores: “Quien sea que se presente como exponente de la verdad sobre hechos históricos falta a la historia y a la verdad”. Y así nos coloca ante el desafío de catar el sentido de lo planteado en relación con el contenido de la obra, que se titula precisamente La otra memoria, denominación que anticipa su contraste con alguna distinta. Deja en claro que no pretende una objetividad que cuestiona al señalar que “la verdad no existe en sí misma ni como postulada por quien la enuncia como tal. Tampoco existe en los hechos”.
La imagen de la portada del libro, un busto humano pintado de blanco y con los ojos cerrados, y una mano enguantada que le cubre la boca es, a la vez, elusiva y sugerente. Por un lado, elude la materia del contenido, que se va a revelar en la nota de contraportada; por otro, sugiere que contiene una versión de hechos que considera velados o negados, “invisibilizados” como se dice ahora.
La cuestión se aclara con la nota de contraportada que dice: “Una mirada incordiante (…) sobre Alberto Fujimori y su trayectoria en el poder”. Que el libro, publicado en diciembre del 2023 pasara desapercibido no se debe al tema de su contenido, sino al hecho de que, en vez de titularse –como podría haber sido– “Conversaciones con Fujimori” o algo parecido, y si en la portada luciera una imagen del expresidente –recurso del marketing editorial– sin duda hubiera concitado animados y hasta enconados comentarios desde las diversas vertientes del antifujimorismo. Parece revelarse, entonces, que el título y la imagen en portada del libro tratan de evitar una confrontación que, sin embargo, estalla en sus páginas. Pero, para conocer eso hay que leerlo.
Resulta interesante que el autor combine párrafos bien documentados, claras referencias y citas, con vivos diálogos entre él y Fujimori, producto de las visitas realizadas de enero a agosto del 2023 al establecimiento penal de Barbadillo. Esos diálogos sugieren el formato de la entrevista interpolada en el libro, pero en realidad son una liberalidad del autor que ha transcrito en forma dialógica lo que pudo retener en su memoria de las conversaciones abiertas y sin guion, una vez al mes. Nunca tomó notas y menos hizo grabaciones de esas pláticas, donde se revelan aspectos poco conocidos de la personalidad de Fujimori y sus ideas.
Es interesante también que la participación de conversaciones en el libro decrece hacia las partes dedicadas a gestión del gobierno fujimorista cuestionadas por el autor, que abunda entonces en sus propias apreciaciones. Fujimori fue en todo momento consciente de la intención del autor de escribir ese libro, y en varias de sus páginas se encuentran diferencias de apreciación entre ambos.
Es muy significativo que La otra memoria sea tal vez una obra única en el universo de los libros que se han publicado, en el Perú y fuera de él, sobre los años de Fujimori en el poder; libros en los que encontramos una gran variedad de críticas negativas y hasta abominaciones. En contraparte, resalta que quienes se dicen fujimoristas no hayan producido una sola obra que examine y enjuicie ese legado del que dependen para existir en la escena política. Una incapacidad que dura ya 23 años.
Que el autor radique el título de su obra en una crítica de la “verdad histórica” lo conduce a vertebrar el contenido de una parte sustantiva del libro partiendo de un locus temático directamente relacionado a ese título, revelando como tópico central una apreciación distinta a la memoria histórica fundada en la versión “catedralicia” de los hechos del decenio de 1990, que es el Informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR, 2003). De hecho, casi 90 de las 380 páginas de contenido del libro (393 páginas en total) están dedicadas a la minuciosa exposición por partes de una línea argumental centrada en desvirtuar aspectos muy gravitantes del Informe de la CVR, especialmente acerca de que Fujimori “no ideó una nueva estrategia contrasubversiva (y que) mantuvo la estrategia integral de las FF.AA. (ante) la necesidad de instalar un sistema de democracia dirigida”.
Rodríguez afirma que esa mención de la CVR es “cabalmente falsa” y se extiende en la precisando con hechos documentados las decisiones políticas de Fujimori que configuraron efectivamente una inédita estrategia integral para combatir la subversión, una estrategia que fue exitosa. En este sentido, el libro desmiente, golpea y fractura la aparente solidez del Informe de la CVR, a lo que sigue en línea de desmontaje la argumentación del “antropologismo” sesgado de la entidad en su enfoque sobre “el período de la violencia”, para a continuación señalar que, a 20 años de presentado dicho Informe, una encuesta de pulcritud inobjetable ha revelado el fracaso de sus autores y apologistas en su intento de instalar su “memoria histórica” en las mentes de la población.
En relación con eso el libro brinda lo que su autor llama “los hechos claros e incuestionables” de la exitosa actuación efectuada durante el mandato de Fujimori y bajo su dirección política, que encarceló a las cúpulas del PCP-SL y del MRTA liquidando la amenaza subversiva que pendía sobre el destino del Perú.
La arquitectura axial temática del libro condiciona la exposición de las reflexiones que puedan surgir de la lectura atenta de sus páginas, como sucede en esta reseña; reflexiones que por necesidad llevan a abandonar el curso temporal en el contenido de la obra. Porque uno de esos ejes de exposición concierne al origen y ascenso político y electoral de Fujimori y cómo el personaje se erige como una figura de “liderazgo identitario”. En este acápite se advierte el nervio del autor construyendo con solidez y soltura el concepto en sus rasgos distintivos. Otro es el del temprano enfrentamiento de Fujimori presidente con la partidocracia nacional, que el autor describe como “una tormenta perfecta” y que deriva en el autogolpe de estado del 5 de abril de 1992. El tercero se refiere al régimen emergente y en las páginas del libro se advierte las diferencias entre la óptica del autor y la de Fujimori en torno de la noción de “dictadura”, tan execrada y que, no obstante, Rodríguez defiende como una institución política de muy larga data, culminando en presentar el examen del episodio como el de la edificación de una “dictadura socialmente enraizada”.
En este punto el autor confronta interpretaciones que llama “narrativas”, las considera inexactas e interesadas, así como puntales del antifujimorismo. Su crítica a la versión del régimen como “dictadura consentida”, postulada por Santiago Pedraglio (Cómo se llegó a la dictadura consentida. El gobierno de Alberto Fujimori 1990-1992. 2014), es implacable. La crítica a la versión planteada por Miguel Ángel Gonzáles (El Perú bajo Fujimori: alumbramiento, auge y ocaso de una dictadura peruana. 2004), de que el régimen consecuente del 5 de abril era inevitable “por la confluencia de los factores objetivos y subjetivos que lo hicieron posible” como un “autoritarismo con apoyo popular” de rasgos “bonapartistas” y adornado con “gobernabilidad carismática”, decantando en calificarlo como una “dictadura con matices”, es certera en resaltar la evanescencia de esa tesis en una lista descriptiva de sus características reales o supuestas. La crítica al autor José Alejandro Godoy (El último dictador. Vida y gobierno de Alberto Fujimori. 2021) le merece a Rodríguez un notorio descrédito, pues de aquél dice que abunda “en descripciones impresionistas que privilegian el relato desde la subjetividad (…) por sobre la interpretación de los hechos” y que ni siquiera plantea un postulado propio interpretativo del fenómeno.
Otro eje temático del libro se abre con el análisis del asunto del “Grupo Colina” al que el autor llama “un cruento desaguisado” de militares devenidos en mercenarios, que marcó desaciertos en las decisiones de Fujimori, y lo relaciona con la sentencia penal recaída sobre él en abril del 2009, esa que lo condena por “autoría mediata” respecto de los casos Barrios Altos y La Cantuta. Rodríguez es acerado sobre este tópico y argumenta con solvencia que “la lógica cerrada” de la argumentación de esa sentencia judicial es “circular en su estructura (…) y se muerde la cola (pero ha sido) sin embargo considerada no sólo suficiente sino plenamente evidente en y por sí misma”. Rodríguez expresa con sarcasmo y con certero juicio de autor que se trata de “Una alegación que podría haber sido utilizada por Tomás de Aquino en su Summa Theologica, cuando afirmó que una proposición es evidente por sí misma cuando el predicado está incluido en el concepto del sujeto”.
También es un eje temático el que se refiere a la actuación de Fujimori consiguiendo el acuerdo definitivo de paz con Ecuador y a la derrota infligida al MRTA solucionando el secuestro masivo en la residencia de la embajada de Japón. Temas que conciernen al gobierno en su gestión iniciada en 1995, cuando, observa bien el autor, se manifiesta el “límite infranqueable del pragmatismo” que tan buenos réditos había dado al mandatario, indiferente a lo que debió ser su obligación histórica de construir una democracia competitiva y auténticamente representativa con base en la Constitución de 1993, porque prefirió asentar su poder en la genuflexión parlamentaria donde tenía una mayoría que omitió cumplir sus responsabilidades de control político, propiciando lo que Rodríguez califica como “una salida atropellada” que marcó el declive y ocaso del gobierno de Fujimori.
Como exposición del carácter del Fujimori que adoptaba decisiones audaces con resolución corajuda, el libro cumple su cometido, pero conviene señalar que el autor señala que su obra “es incompleta, fragmentaria, inconcluyente; rechaza ser ‘verdadera’ y ‘completa’” porque omite unos episodios, aborda otros en líneas livianas y pondera “de manera discutible lo que es importante”. Esta declaración trae a la memoria que el libro no considera con detalle entre sus temas situaciones muy controversiales como el control político fáctico e ilegítimo de aparatos del Estado para servir intereses políticos de coyuntura. Una omisión notoria que se advierte también en el abordaje del asunto de la corrupción durante la presidencia de Fujimori; al respecto el libro no presenta más contenidos que una exposición muy sucinta y tangencial de los “grupos de poder” encumbrados en el gobierno desde 1996, y el feo asunto del tráfico de armas para las FARC de Colombia. Empero, en la sección “El mito de ‘la gran corrupción’” el libro presenta elementos de juicio inobjetables que diluyen imputaciones de corrupción sobre la persona de Fujimori, porque no existen evidencias al respecto y ni siquiera denuncias a 23 años de terminado su gobierno.
“La otra memoria” cierra con una suerte de ensayo del autor sobre el odio político en el Perú republicano, centrado en señalar al “civilismo” tantas veces redivivo como el agente de esa pasión malsana o sentimiento intenso de repulsa, del que dice el autor -citando a Freud- es un estado del “yo” que desea destruir la fuente de su infelicidad causada por lo que se considera un agravio recibido. El odio político, que es presentado por el autor en su derrotero histórico hasta el presente y que se ha cebado en las figuras que en ese tiempo largo actuaron como “parteaguas” en la vida política de nuestro país: Leguía, Haya de la Torre, Velasco y Fujimori en el siglo pasado. La razón expuesta de ese odio político innegable y de larga duración contra esos personajes es, para el autor, el sentimiento civilista de saberse despojados por tiempos del poder político que acompañaba a su poder económico que les permitía considerarse “los dueños del país”. Leguía, Velasco y Fujimori, cada cual en su tiempo y a su manera, crearon una nueva clase política que materializó ese despojo y el odio consecuente de los afectados, aunque los civilistas (oligárquicos) nunca perdieron su poder económico. Haya amenazó hacer lo propio con su doctrina y la fuerza del partido aprista, y fue también sujeto del odio civilista que instrumentó incluso a los militares. Rodríguez esboza bien y en breve el derrotero del civilismo como agente del odio político, que tiene avatares sucesivos cambiando de nombre, pero no de naturaleza hasta los “caviares” de hoy en día.
Es cuando el lector ha terminado de leer el libro que alcanza a comprender que el autor haya citado en página preliminar estas líneas del poeta Percy Shelley: “Mi nombre es Ozymandias, el gran rey. ¡Contemplad mi obra, poderosos, y desesperad!”
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