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En el mundo de habla hispana uno de los libros más polémicos en la actualidad es Madre patria (2021) del historiador argentino Marcelo Gullo Omodeo (Rosario, 1963), Doctor en Ciencias Políticas y Magíster en Relaciones Internacionales. En Madre patria Gullo refuta, con sólidos argumentos y pruebas, toda la leyenda negra en torno a la conquista española de América; y además la interpreta como lo que fue: un falso relato histórico impuesto por Inglaterra y Francia, entonces enemigos acérrimos de España.
Para imponer ese relato, los impulsores de la leyenda negra tuvieron que crear otros falsos relatos subalternos, como el de que en la América prehispana, especialmente en los territorios que hoy forman el Perú, se vivía en paz, armonía y completa justicia, casi como en un paraíso comunista. En el capítulo “El imperialismo totalitario quechua”, Gullo refuta estas ideas, tan difundidas entre nuestros indigenistas: “Cuando los incas derrotaban a un pueblo que no había querido someterse pacíficamente, cometían todo tipo de abusos: muchos de los guerreros vencidos eran masacrados y sus casas eran pasto de las llamas... Las mujeres no corrían mejor suerte, ya que eran sistemáticamente violadas y a las más jóvenes las llevaban a Cusco para formar parte de la servidumbre de la nobleza inca”.
Tampoco es cierto que una vez sometidos e integrados al imperio, estos pueblos fueran tratados con justicia. Por ello, el imperio tenía que enfrentar constantes rebeliones: “Durante el reinado de Huayna Cápac, las sublevaciones de los pueblos que ansiaban recobrar su libertad fueron frecuentes. Por su envergadura y popularidad merecen citarse las rebeliones protagonizadas por los aimaras en el actual territorio de Bolivia, y por los chachapoyas en el norte del actual Perú, en la vertiente oriental de la cordillera de los Andes. También fue importante la insurrección de los punaeños, conducidos por el cacique Tumbala”.
¿Y de qué se querían liberar estos pueblos? De los abusos a que los tenían sometidos los incas, porque el estado incaico poseía muchos de los rasgos del totalitarismo moderno: trabajos forzados, control de la vida privada y castigos severos para los disidentes políticos. Gullo cita al sociólogo argentino Juan José Sebreli:
El trabajo forzado en las minas, la mita y el yanaconazgo, que tanto se han condenado en los conquistadores, eran ya un procedimiento incaico. Ni siquiera faltaba […] el control de la vida privada de toda la población, rasgos que diferencian al totalitarismo de cualquier autoritarismo o dictadura tradicional. Había una red de inspectores y funcionarios dedicados a la vigilancia y el espionaje de cada uno de los pobladores. El Inca Garcilaso de la Vega decía que funcionarios especiales iban de casa en casa para asegurarse de que todos estaban ocupados, y que los indolentes eran castigados… Nadie podía abandonar el poblado sin pedido especial; pero, en cambio, todos podían ser desplazados sin consulta previa, por razones de estado. La educación estaba reservada para la clase privilegiada. La vida cotidiana era gris, triste y monótona hasta el hastío, como en todas las sociedades totalitarias.
Gullo continúa comentando una de las más crueles prácticas oficiales del imperio incaico: los sacrificios humanos, especialmente de niños. “Juan de Betanzos, cronista español del siglo XVI, relata que, al terminar la remodelación del Templo del Sol, Pachacútec ordenó enterrar vivos a gran cantidad de niños y niñas como ofrenda al dios Sol. Cuando Pachacútec murió, se enterraron junto a él mil niños y mil niñas de entre cuatro y cinco años”. Estas ceremonias de sacrificios humanos ya han sido reconocidas incluso por los historiadores más fieles a las ideas indigenistas, que les han dado el nombre de capacochas, aunque en sus descripciones suelen minimizar los más que evidentes sacrificios de niños. Gullo presenta así las capacochas:
Se realizaban en Cuzco por el nacimiento del heredero del trono, por la enfermedad o la muerte del Inca o de un gobernante menor, por una guerra o por una catástrofe natural. Los sacerdotes preparaban a los niños elegidos y les administraban alcohol y hojas de coca. Una vez preparados, caminaban desde Cuzco hasta la cima de una montaña o un volcán, que era donde se realizaba la «ofrenda» humana. Los sacerdotes los estrangulaban, los mataban de un golpe en la cabeza o los enterraban vivos.
El capítulo concluye con una reflexión acerca del propio proceso de la conquista. ¿Cómo un puñado de españoles pudo derrotar al ejército de un imperio que tenía varios millones de habitantes? Gullo señala que fue precisamente por el descontento de una gran sector de esa población ante los abusos de los incas. “Solo así se entiende que los huancas, los chancas, los chachapoyas, los huaylas y los cañaris decidieran marchar junto a Pizarro y su pequeño grupo de hombres hacia Cusco. En realidad, marchaban para liberarse del yugo inca”.
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