Raúl Mendoza Cánepa
Sincericidio
La verdad y la mentira en tiempos de democracia digital

Gandhi nos hablaba sobre la trascendencia de la verdad, que no es más que el ejercicio de la sinceridad. Ya sabemos que el Mahatma descubrió que la sinceridad (como verdad) es absoluta y no admite simulaciones ni matices. La sinceridad es un componente de la comunicación y, como escribe bien Annemie Cuculiza en su columna del 2 de marzo en Correo: “la comunicación productiva requiere de, principalmente, dos habilidades: la empatía (capacidad de ponernos en el lugar del otro, escucha activa, apertura emocional) y la asertividad (saber cuándo, dónde y cómo decir las cosas, defender nuestros derechos y aprender a decir que no, entre otras cosas)”.
Saltamos, así, de la sinceridad brutal a la saludable asertividad, que es decir las cosas ciertas sin agredir y sin someternos, siempre que del otro lado de la mesa acompañe quien sepa bien de la empatía. Tal escenario es de una sinceridad serena y a salvo. Lo curioso es que todos los consejos y los principios sobre el tema colisionan con la dura realidad. La muestra de los sentimientos propios siempre es peligrosa, como lo es desafiar un paradigma de la ciencia o del conocimiento o practicar una fe o confrontar con una idea mayoritaria. En la vida social mentir o callar es más seguro porque las opciones podrían no ser muy felices si las expresamos como las sentimos: ser heridos, recibir azotes o ser rechazados. De allí que el ser humano miente entre diez y doscientas veces al día. Lo dice Pamela Meyer en Liespotting: proven techniques to detect deception. Se dicen solo fragmentos de la verdad que van a ser aceptados sin que nos perjudique, lo demás es el miedo al rechazo. Debemos asumir que, por eludir heridas propias, también en ocasiones preferimos que nos mientan.
Desde luego, en una sociedad puritana o una en la que el juicio social es severo y la tolerancia rala, la mentira puede llegar a extremos porque el ser humano miente más por miedo que por provecho. Y se miente para negar, pero también para asimilarse a la mayoría. “Decir lo que se piensa en minoría puede ser sancionado”. El mundo fake no nace con las redes sociales, la prensa siempre mintió y mintieron los políticos, los abogados, los médicos y el común de los mortales. Solo que en la actualidad la exposición es mayor y el peligro de la injuria fiera o la difamación en cadena es mayor, y la mentira termina siendo el reducto de los que procesan la vida sin valor.
La mentira es hija dilecta de la incomprensión porque el mundo exige equilibrio, sensatez, santidad, racionalidad y nunca imperfección, pese a los cadáveres que todos guardan en el armario. La gente no sabe de empatía ni de sentimientos morales (Adam Smith). La mentira también está emparentada con la hipocresía de quien juzga los actos humanos cuan divinidad autoproclamada, porque la nueva religión es la emotividad de las masas (ni siquiera la razón). Opinar tiene un costo y mayor es el costo si el razonamiento entra en terrenos conflictivos. Asumir una posición política con anticuerpos siempre traerá críticas, porque las redes han producido bestias unidireccionales ¿Y qué tal la incitación al odio religioso? Poco se dice de la intolerancia contra quien practica una religión y expresa su posición sin dañar. La violencia no solo escupe sobre los ritos que desprecia, también acalla las voces de los creyentes.
En un mundo utópicamente libre todos podríamos expresar nuestras verdades sin miedo y mostrar nuestros sentimientos sin ser juzgados. La democracia digital es solo un pantallazo de la moderna y farisaica dictadura del temor.
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