Darío Enríquez
¿Qué está pasando en este loco mundo?
No parece haber un patrón identificable. ¿O sí?

Una ola de protestas se propaga urbi et orbi. A simple vista, e incluso tratando de analizar un poco más a fondo, no parece haber un hilo conductor que explique tal fenómeno. Ni complots de izquierda, ni intervencionismo de la CIA, ni el resurgir de una KGB putinesca, ni el factor imperial chino, ni masas lumpenizadas por una suerte de conjuro global como efecto de aplicar un oculto invento de Tesla aplicado al control mental, ni una conspiración de los illuminati. Nada de nada.
Pero este fenómeno de “explosión social” –como lo ha bautizado Manuel Castells– al parecer llegó para quedarse un buen rato con nosotros y ser parte del escenario en esta parte del espacio-tiempo del siglo XXI en nuestro planeta. Sin embargo, debemos insistir en identificar algún patrón que explique lo que luce como una reacción en cadena, en que todo estaría relacionado con un origen común. Masas enardecidas parecen ser poseídas por el espíritu maligno de dios Marte, más allá de toda previsión.
Creemos que hay dos elementos comunes para tener en cuenta. En los últimos 30 años, todos los países del mundo han visto mejorar dramáticamente sus condiciones de vida y, como nunca antes en la historia, la pobreza extrema alcanza niveles mínimos insospechados hasta hace muy poco. El boom de las materias primas, el comercio internacional globalizado y el cambio tecnológico han propagado bienestar y prosperidad por doquier. Se ha logrado mejores resultados en países que han gestionado con mayor eficacia el momento, pero todos en mayor o menor medida lo han aprovechado.
Este período de bonanza global parece haber llegado a su fin. El mundo ya no crece al mismo ritmo y, entonces, empiezan a aparecer complicaciones. No es que se involucione hacia carencias y tribulaciones que se vivían antes, sino que se está cortando el proceso que nos hacía creer en que estaríamos mejor cada día. Aunque se sigue creciendo, vivimos un estancamiento de expectativas.
Paradójicamente, tal estancamiento afecta mucho más a países que mostraban los mejores guarismos de rendimiento económico, como es el caso de Chile. Teniendo en cuenta que se tenía mayores expectativas sobre la base de una prosperidad inédita y siempre creciente, al no poder validarlas como antes, pues se provocan mayores frustraciones. No se descarta la acción perversa de extremistas, vándalos y subversivos; pero estos miserables no tendrían “éxito” en sus despreciables fines destructivos si no existiese el "combustible social” de tales frustraciones.
Hay un segundo elemento. También presente en todos los casos, e incluso tengo la impresión de que con mucha mayor fuerza que las expectativas truncas y frustradas, pero es menos visible en forma directa. Mucha gente protesta contra las consecuencias que produce la acción de ese segundo elemento, sin sospechar cuál es. Se trata del Estado. Desde Hong-Kong hasta Chile, desde Quito hasta Irán, desde Bolivia hasta Finlandia, pasando por Escocia, Tíbet y Cataluña. Un Estado opresor por su intervencionismo político, económico y social, además de fallido en su modelo de representación política, con origen en el siglo XVIII, hoy obsoleto en pleno siglo XXI. Todos los Parlamentos sufren un desprestigio terminal, se hace urgente una reforma drástica de la lógica de representación. Las ideas de “gobierno electrónico participativo” son una pista que seguir como alternativa, las redes sociales son la versión caótica, imprevisible e informal de esta nueva gobernanza.
En todo el planeta, los Estados han crecido enormemente en su capacidad coactiva y coercitiva, afectando la vida de sus ciudadanos, con el pretexto de “estamos mejorando y protegiendo su nivel de vida”. Ese crecimiento no va de la mano con mejoras en los servicios que se provee. Un gran aparato burocrático y político consume recursos que extrae del resto de los ciudadanos y sin calibrar lo que cuesta cada moneda que se gana con gran esfuerzo productivo, despilfarran a manos llenas el dinero ajeno. También grandes corporaciones privadas que renuncian al libre accionar dentro de un mercado competitivo, para obtener prebendas y ventajas ilegales en su relación cómplice con el Estado corrupto y corruptor.
Todo esto propaga en la sociedad una desigualdad real, nociva y perversa. Cada uno debiera acceder a la cuota de bienestar que sea proporcional a su esfuerzo y talento, haciendo emerger diferencias legítimas que no son desigualdad. Aquello que sí provoca nefasta desigualdad es la “habilidad” para “enchufarse” al poder de turno en puestos dorados de favor político dentro de la administración estatal o en estructuras mercantilistas adheridas al Estado a través de la corrupción. Mientras dura la fiesta, como que no importa mucho. Pero cuando empiezan a darse dificultades para sostenerla, acciones levantiscas protestan contra los efectos, sin percibir con claridad el origen del problema: un Estado ineficaz, corrupto e hipertrofiado.
¿Hay solución? Debemos buscarla. Sabemos que esos parches “sociales” que se intentan implantar resuelven muy poco o nada. Debemos enfrentar tanto el quiebre de expectativas como el crecimiento nocivo de un aparato estatista salvaje. El mágico “Estado de bienestar” que brilló durante mucho tiempo en Europa occidental ya llegó a su fin y sabemos que no es el camino. Nos queda lo elemental, encuadrado en lo que podríamos llamar la “tecnología de lo obvio”. Más que una revolución, requerimos una gran “devolución”: devolver a nuestros ciudadanos su derecho a la autodeterminación y no continuar con la falsa tutoría paternal de un Estado extremadamente ineficaz y mercantilista. Trataremos en específico esta “devolución” en una próxima entrega.
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