Silvana Pareja
El precio de la indignación: la generación Z frente al caos
La historia demuestra que el caos nunca trae justicia

El Perú ha vuelto a entrar en una etapa de incertidumbre. La vacancia de Dina Boluarte y la posterior asunción de José Jerí, presidente del Congreso, como jefe de Estado, abren un nuevo capítulo en la crisis política que parece no tener fin. Lo que debía ser una transición dentro del marco constitucional se desarrolla, sin embargo, en un contexto de agitación social, polarización y violencia que amenaza con desbordar nuevamente al país.
Las marchas recientes comenzaron como expresiones legítimas de indignación frente a una clase política desconectada de la ciudadanía. Pero rápidamente fueron desvirtuadas por grupos que encontraron en el caos la oportunidad perfecta para imponer su narrativa. Lo que nació como un reclamo ciudadano terminó convertido en enfrentamientos, ataques a la policía y destrucción de espacios públicos. La frustración, una vez más, fue utilizada como combustible de manipulación.
Muchos jóvenes de la generación Z participaron con la intención genuina de ser escuchados, de reclamar un país distinto. Pero terminaron siendo víctimas del mismo juego político que dicen rechazar. Porque no nos engañemos: lo ocurrido en los últimos días no fue una simple protesta, fue una operación política cuidadosamente planificada. La violencia no fue espontánea, fue inducida. Cada piedra lanzada, cada incendio, cada enfrentamiento sirvió para justificar un nuevo intento de quiebre institucional. En el fondo, el caos fue el medio para alcanzar un objetivo político.
Por eso hay que decirlo sin titubeos: no puedes defender la democracia destruyéndola. No puedes pedir justicia incendiando ciudades. No puedes exigir cambio cuando lo que promueves es el vacío de poder. El grito de “¡que se vayan todos!” puede sonar valiente, pero en realidad es una rendición disfrazada de revolución. La Constitución no contempla esa posibilidad, porque un país no se gobierna con consignas, sino con leyes.
La historia demuestra que el caos nunca trae justicia, solo más caos. Cada intento por derrocar gobiernos fuera de los mecanismos democráticos deja heridas profundas: paraliza inversiones, destruye empleos y debilita la gobernabilidad. Los grupos que promueven la violencia no buscan soluciones, buscan poder. Cada enfrentamiento, cada herido, cada muerte se convierte en capital político para quienes viven del desorden. Y mientras tanto, el ciudadano común pierde: pierde su trabajo, su seguridad y su esperanza.
Hoy más que nunca, el Perú necesita firmeza y serenidad. José Jerí debe demostrar que su llegada al poder no será una extensión de la venganza parlamentaria. El país necesita un liderazgo que devuelva calma y autoridad moral, no más cálculo ni revancha.
La vacancia ha sido constitucional, pero fue políticamente oportunista. Si el Perú no aprende de este ciclo, volverá a caer en el mismo abismo. No se trata de que se vayan todos; se trata de que, de una vez por todas, asumamos todos la responsabilidad de no destruir lo poco que aún queda en pie.
COMENTARIOS