Raúl Mendoza Cánepa
A la espera del tigre
Cuando el deseo se convierte en necesidad

La psicología, la neurociencia, la meditación y otras materias que se ocupan del “estar bien” no son un “asunto” en las secciones culturales. Estas prenden en la literatura, la filosofía o el arte. En el cajón de la autoayuda se colocan con displicencia los descubrimientos que resuelven lo principal, el “malestar en la cultura”. No nos referimos al antagonismo entre nuestras pulsiones y las restricciones sociales, como pretendía Freud, sino a la tensión que produce nuestra pésima concepción del tiempo (pasado-presente-futuro) y su impacto en nuestras vidas.
El puritanismo en una sociedad que reprende el deseo produce infelicidad, pero no tanta. Freud, Marcuse y todos los que han tocado los límites de nuestra realización han enfatizado en esa frontera vigilada y vinculado nuestro infortunio al sistema; pero el verdadero malestar de la civilización no es esa represión sutil. Nuestra verdadera miseria nace cuando llegamos a creer que todo deseo es una necesidad. Para precisarlo mejor, el individuo desea, pero asume que lo que desea le es esencial. El deseo no es un problema, pero toda necesidad lo es. Aquel que crea que un romance, una familia, un objeto son mucho más que deseables habrá creado un problema porque no podrá vivir sin la tensión de satisfacer su necesidad.
El desapego es conseguir que gran parte de lo que nos rodea o vemos sea solo deseable, sin que se convierta en un kit de sobrevivencia. Si bien algunos le dan un significado “negacionista” y lo asocian a la renuncia del “yo”, desapegarse es, en realidad, no necesitar y, por lo tanto, no preocuparse. Titulamos al artículo “A la espera del tigre” porque asumir que lo que deseamos y tenemos son necesarios conduce al temor latente. Si esperamos algo en demasía, tememos que no se logre. Si ya tenemos algo, nos aterra perderlo. Es un temor magnificado.
En lo particular lo llamo “vivir a la espera del zarpazo del tigre”. Darle tanta importancia a ciertas circunstancias o cosas torna la civilización en una jungla, y en ella las bestias acechan. La represión no es un problema, aunque lo escriba Freud; el problema es la tensión de sobrevivencia crónica del apego, y de allí el estrés al que nos somete, con sus elevados flujos de adrenalina y cortisol que finalmente nos enferman. Vivir temiendo o “vivir siempre esperando lo peor” es una pésima manera de vivir. De seguro, los estudios de neurociencia y el vínculo del pensamiento sobre la neuroplasticidad es para muchos una superstición. Lo cierto es que el pensamiento de urgencia y la angustia que aquel genera causan enfermedad.
El malestar de la civilización es la perniciosa conversión del deseo en necesidad, tornándolo así en problema. He leído centenas de páginas de un monje budista llamado Matthieu Ricard, considerado “el hombre más feliz del mundo”, para reparar en los beneficios del pensamiento de satisfacción y gratitud sobre nuestras vidas. Ricard no nació en un templo del Himalaya ni fue formado en la meditación; es francés y se doctoró en el Instituto Pasteur en genética celular. Tarde decidió ser monje budista bajo las enseñanzas de Dilgo Khyentse Rinpoche. Ricard logró dominar la meditación a tal punto que, un experimento de la Universidad de Wisconsin (con sensores en su cabeza mientras meditaba), probó que ningún ser humano antes había mostrado tales niveles de “buenas emociones” (en otra oportunidad abordaremos el efecto de las sustancias felices, la serotonina, la dopamina o la oxitocina y cómo se elevan en el organismo mientras el estrés declina, sanando).
La clave, aunque no se haya escrito esto tras el experimento Ricard, es que para personajes como este la vida nunca preocupa, ni siquiera les preocupa perderla, porque el único tiempo que conocen es “el presente eterno” y lo disfrutan en permanente quietud mental. La meditación es solo ejercicio, pero mientras usted sobrevive y huye del tigre, Ricard vive. Mientras él nos sugiere que el tiempo es una ilusión y que la gratitud es redención, nosotros nos crispamos con la posibilidad de perderlo todo (futuro) mientras nos quemamos en la hoguera de nuestras difusas culpas (pasado), y todo sin pasar nunca la página.
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