Uno de los mayores triunfos de la sociedad peruana es el haber...
Durante la emergencia y la pandemia generadas por el Covid-19, la pasada administración Vizcarra no solo acumuló yerros en la política sanitaria y la recesión, sino que la sociedad en su conjunto enfrentó un fenómeno que emergió con toda su complejidad: la informalidad. De pronto, todos los peruanos asumimos la consciencia de que, a diferencia de los países vecinos, con mayores niveles de formalidad, la lucha contra la pandemia carecía de eficacia por el elevado nivel de extralegalidad en el país.
Si bien antes de la pandemia las cifras registraban que alrededor del 60% de la economía y el 72% de la fuerza laboral, podían considerarse informales, durante la emergencia se demostró que la extralegalidad atravesaba a toda la sociedad en su conjunto. En este contexto, las corrientes colectivistas del Ejecutivo creyeron que con más protocolos y sobrerregulaciones se podía controlar la informalidad, mientras en los sectores populares se llegaba a la conclusión de que carecer de RUC no permitía acceder a los programas de crédito del Estado, e incluso que no contar con una dirección formal impedía recibir los bonos ofrecidos por el Ejecutivo. Para el Estado, para las grandes y pequeñas empresas, y para los sectores populares, la informalidad se convirtió en un enemigo difícil de vencer.
No se necesita ser demasiado perspicaz para advertir que, luego de la pandemia, la informalidad se disparará en medio de una recesión que se devorará cerca del 12% del PBI y destruirá millones de empleos. En otras palabras, la extralegalidad es un formidable enemigo que nadie se atreve a enfrentar. Sin embargo, así como representa el problema, la informalidad también puede ser el punto de partido de la solución. ¿Por qué? Si analizamos las causas de este fenómeno llegaremos a la conclusión de que entre ellas están las sobrerregulaciones de normas y procedimientos que convierten en extremadamente caros los trámites ante el Estado. Simplificar el Estado en su relación con la sociedad y los privados, entonces, es una clave. Este objetivo demanda reducir y racionalizar gastos en burocracia para cerrar oficinas –que justifican trámites innecesarios– y digitalizar los procedimientos estatales. Antes de la pandemia, el Estado que fracasó en todo, gastaba cerca de un tercio del PBI (US$ 65,000 millones) en los gobiernos central, regionales, locales y empresas públicas. Sin embargo, todo fue un fracaso.
Los otros grandes temas de una estrategia formalizadora en el país tienen que ver con la legislación tributaria y laboral. Desde principios de los noventa en el Perú no se ha producido una reforma tributaria de cara al gran objetivo de formalizar y de incrementar los ingresos del Estado. Simplificar regímenes y reducir tasas son las recetas recomendadas por los especialistas. Asimismo, la urgencia de una reforma laboral que posibilite contratar y despedir de acuerdo a la productividad de las empresas –a semejanza del boom agroexportador y el milagro económico que ha desatado la Ley de Promoción Agraria (Ley 27360)– es una de las claves para crear derechos y acceso a los trabajadores a los sistemas de salud y previsional.
Es incuestionable que estas tareas no le pertenecen a la administración Sagasti, pero el nuevo Gobierno podría convertirse en un gran animador del debate de estas reformas y lograr que ingresen a la agenda electoral hacia el 2021. De esta manera el presidente interino, Francisco Sagasti, no solo estaría garantizando la transición hacia el 2021, sino también promoviendo una agenda pública que supere la guerra política que ha envilecido a las instituciones, luego de las elecciones del 2016.
El Perú ha llegado al borde de un abismo en el que la construcción republicana está en peligro extremo. Una de las causas fundamentales ha sido la guerra política y la ausencia de una agenda constructiva. Es hora de reaccionar.
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