Oscar Silva Valladares
Romanticismo en la interpretación histórica
España no tuvo en cuenta los cambios que estaba generando la Ilustración
La precaria estabilidad política y social del Perú estimula frecuentemente la búsqueda de nuevas interpretaciones del pasado, como medios para entender la problemática actual. Las distintas fases de la historia peruana y sus actores principales son continuamente sujetos a explicaciones disímiles, de acuerdo a variadas perspectivas políticas, ideológicas o de valores. Este esfuerzo es inevitable, se da en toda sociedad y debe ser estimulado cuando es intelectualmente genuino.
En la apreciación histórica del Perú, desde los inicios de la república hay un cuestionamiento continuo sobre los méritos o deficiencias tanto de las sociedades precolombinas así como de la que surge con la conquista y el virreinato en el siglo XVI. Dentro de este vasto mar interpretativo, una corriente vigente en la actualidad es el elogio de la sociedad virreinal respecto a su tratamiento de la población original peruana acompañada de una crítica al orden social que surge con la independencia y que presuntamente empeoró la condición de la población aborigen. En resumen, esta corriente afirma que el poder español en el Perú respetó mayoritariamente las estructuras sociales anteriores a la conquista y gracias a ello pudo mantener estabilidad y paz social durante tres siglos. Desde esta perspectiva, el fenómeno siguiente de la independencia es resumido como una manifestación ideológica de ideas europeas que emergen con la Ilustración y que, puestas en práctica, llevaron desde inicios de la república a implementar esquemas sociales dogmáticos que en su gran mayoría fueron perjudiciales a los grupos sociales.
El campo de discusión de esta posición es vasto y complejo pero los principales argumentos merecen ser abordados en base al conocimiento histórico actual. Un punto relevante inicial es reconocer que el dominio español del Perú por derecho de conquista fue de Castilla, uno de los reinos constituyentes de la monarquía, y que los conquistadores y primeros gobernantes del Perú hispánico fueron castellanos. Castilla dio forma y contenido a la estructura social del virreinato y esa influencia es acentuada por Felipe II, quien era castellano, hablaba solo castellano (a diferencia de su padre Carlos I que tenía al franco como lengua materna), fijó su residencia en Castilla y tuvo predilección en nombrar castellanos en puestos de poder.
Pese a su posición hegemónica, Castilla era una de las sociedades más atrasadas de la monarquía española en cuanto a desarrollo económico. Su agricultura –limitada por un suelo mayoritariamente árido, falto de planes de riego y con malos métodos de cultivo– estuvo por siglos asfixiada por la Mesta, la gran corporación de criadores de ovejas quienes tenían gran poder político y acceso ilimitado a pastos y que solo fue abolida en 1836, y por ello no tuvo un desarrollo similar a sus pares europeos o a otros reinos españoles como Cataluña. A fines del siglo XVI Castilla era una tierra de aldeas desiertas, abandonadas por campesinos endeudados como consecuencia de las malas cosechas, las incesantes exacciones fiscales y la fijación por decreto de precios artificialmente bajos para los productos agrícolas. Por otro lado, era también una tierra de vastos latifundios en posesión inalienable de la iglesia o de grandes familias, las que controlaban alrededor del 95 por ciento del suelo pero tenían poco interés en su mejoramiento.
Felipe II estableció un sistema centralizado de gobierno basado en el control y limitación de las antiguas autonomías de pueblos y abolió los privilegios de las Cortes castellanas, incluyendo su potestad a rehusar consentimiento a la revocación de sus leyes. Las Cortes castellanas, pese a que tenían el derecho a ser consultadas en temas de impuestos, no tuvieron el mismo nivel de representación en cuanto a extensión y diversidad que, por ejemplo, los Estados Generales franceses. Frente a estas condiciones que demuestran serias limitaciones de recursos humanos, técnicos y estructurales, merece preguntarse hasta qué punto pudo haber una transferencia de patrones económico y políticamente vigorosos de Castilla a América en el siglo XVI.
El rol e impacto de la plata y el oro americanos en el desarrollo económico y político de España y sus dominios es un tema que frecuentemente ha seducido a la imaginación en desmedro de una apreciación seria. El ápice del volumen de metal precioso transportado a Europa de América ocurre alrededor de 1600, para luego tener un descenso significativo que ocasionó una gran recesión en el tráfico trasatlántico de Sevilla. La plata y el oro ocasionaron gran inflación en España, no fueron utilizados como estímulo para inversiones productivas en manufacturas y transporte –lo cual reforzó la subordinación de la agricultura a la privilegiada Mesta y a la producción de lana para la exportación–, y acabó financiando las guerras españolas en Europa y beneficiando a banqueros sin impedir las numerosas bancarrotas que sufre España durante los siglos XVI y XVII. España no producía suficiente carne, trigo o telas para satisfacer sus necesidades y sus exportaciones de sal, lana y aceite no compensaban ni su demanda ni la de sus dominios, lo que propició también el crónico contrabando en Hispanoamérica.
Si hubo prosperidad en Hispanoamérica durante el siglo XVII ella benefició principalmente a la vasta burocracia virreinal –se estima que la caída del volumen de exportaciones de metal precioso a Europa se debió no solo a la disminución de la productividad minera sino también a que esa riqueza comenzó a acumularse en América– y contrasta con la aguda crisis que sufre España en la segunda mitad del siglo como consecuencia de la depresión económica y caída demográfica, esta última ocasionada por la emigración a América y por la plaga castellana de 1599.
Se arguye que la ausencia o minúsculo volumen de tropas peninsulares en la América española antes del inicio de las guerras emancipadoras es una prueba de la relativa estabilidad social de estos dominios. Este hecho debe apreciarse en el contexto de la mayoritaria composición por mercenarios –y las dificultades y riesgos de su potencial utilización en Hispanoamérica– y del limitado número de tropas en los ejércitos españoles en los siglos XVI y XVII: las tropas del duque de Alba en el sitio de Haarlem en 1573 tuvieron una gran componente de italianos, alemanes, borgoñones y neerlandeses sureños; la batalla de Rocroi en 1643, una de las mayores contiendas hispano-francesas, solo involucró a 27,000 tropas españolas, y Carlos II a su muerte en 1700 contaba con un ejército de solo 20,000. La corona española estuvo permanentemente ocupada en conflictos continentales europeos que tuvieron prioridad sobre sus intereses en Hispanoamérica. Por otro lado, la falta de tropas españolas en América fue un incentivo para la expansión territorial portuguesa entre 1610-1660 y los dominios de España a duras penas pudieron defenderse con milicias locales frente a los constantes embates de piratería y contrabando. En 1714, a finales de la guerra de Sucesión Española, la corona hispánica parecía conservar su imperio americano gracias a la tolerancia del resto de Europa o a los celos mutuos de las principales potencias y si no lo perdió fue debido talvez a que España contaba con el apoyo político de Francia y sus enemigos estaban más interesados en obtener su comercio que sus posesiones.
Evidentemente la Ilustración tuvo gran influencia en el pensamiento político de los libertadores y primeros gobernantes del Perú, pero es desmesurado concluir que las manifestaciones más extremas de esta corriente tuvieron un rol excluyente o preponderante en la acción gubernamental inicial. Simón Bolívar, por ejemplo, tuvo una gran evolución en su pensamiento político desde posturas rousseaunianas hasta una perspectiva que lo llevó a entender la complejidad de la realidad hispanoamericana y la necesidad de adoptar modelos de gobierno acordes con el limitado desarrollo y participación política y en donde el orden y la autoridad debían jugar un papel central frente a la anarquía y la lucha de facciones.
La Ilustración tuvo un largo proceso de evolución, se enriqueció en diversas fuentes y es una etapa de la evolución del espíritu humano que reconoce los avances de la ciencia en los campos y métodos de conocimiento. La Ilustración fue una respuesta al oscurantismo religioso, que por cierto no fue monopolio del catolicismo ya que se manifestó también en el extremismo protestante. Una buena parte de los líderes de la Ilustración, convencidos de la decadencia española, consideraban al catolicismo como incompatible con el progreso económico, postura desorbitada pero que reflejaba la supresión imperante de la libre investigación principalmente por la acción de la Inquisición y el aislamiento cultural español. Con algunas excepciones, la corriente principal del pensamiento europeo del siglo XVII, con sus avances en filosofía, matemáticas y ciencias naturales, había pasado de largo en España. En el siglo XVIII y frente al nuevo mundo del capitalismo y la ciencia, España se mantuvo aristocrática e introspectiva, sin tener en cuenta los cambios que se estaban produciendo en el mundo que la rodeaba.
Si hubo un ánimo y esfuerzo reformista en relación a sus dominios hispanoamericanos, esto sucede al ascenso de la dinastía borbónica en el siglo XVIII, mostrándose un mayor cuidado en la selección y nombramientos de altos funcionarios y una drástica reorganización política que atendió a la conveniencia geográfica y la eficiencia administrativa –al crearse el virreinato de Nueva Granada en 1717, por ejemplo– y que notablemente subsistieron a la lucha independentista. No obstante, la corrupción, desorden y desidia en la administración de los dominios persistió, tal como observaron en 1749 Jorge Juan y Antonio de Ulloa en sus Noticias Secretas de América.
El atraso económico de España afectó directamente a las Indias, ya que la creciente población europea y mestiza de los dominios nunca pudo obtener suficiente mano de obra (i.e. esclavos, lamentablemente) o los productos manufacturados que deseaba de fuentes españolas en cantidad suficiente o a precios competitivos. España tampoco era un mercado muy receptivo para ninguno de sus productos, excepto el oro y la plata. La prosperidad que logró Hispanoamérica fue resultado de sus propios esfuerzos, y gran parte de su comercio marítimo se realizaba con contrabandistas. En vísperas del fenómeno emancipador en 1800, el imperio español tenía una economía mayor y en expansión más rápida que la de España, pero su demanda de manufacturas no fue satisfecha por la industrialización peninsular sino por extranjeros, y especialmente por los británicos.
Las guerras napoleónicas trastornaron al gobierno peninsular, aumentaron la inflación e interrumpieron el comercio de lana; finalmente establecieron a Gran Bretaña en el mercado de manufacturas tanto en España como en sus dominios de ultramar. Los británicos, que dominaban el mar y ya estaban establecidos ilícitamente en el mercado hispanoamericano, eran los únicos que pudieron aprovechar la independencia cuando esta llegó.
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