Miguel A. Rodriguez Mackay
¿Cómo llega Estados Unidos al nuevo orden mundial?
China está ganando primacía en la economía global
En mi columna anterior me referí al nuevo orden mundial determinado en modo dominante por la pandemia de la Covid-19. No es un secreto que esta circunstancia atípica y excepcional en el planeta nos ha cambiado la vida a las naciones precipitando nuevos comportamientos de los actores visibles de las relaciones internacionales y por supuesto de la propia humanidad constituida en sociedad internacional. Aunque más adelante escribiré acerca del mundo de la ciberseguridad y de la ciberdefensa en medio de la virtualidad que está definiendo las interacciones de los actores según sus participaciones en el poder mundial, ahora quisiera abocarme a realmente examinar grosso a cómo llega Estados Unidos de América, el país más poderoso de la Tierra, a este nuevo Orden Mundial y la verdad es que sus circunstancias no son las esperadas cómo para sostener su hegemonía planetaria en la dimensión e impacto que la ha caracterizado durante gran parte del siglo XX.
Para llegar al momento actual en las circunstancias que ya todos conocemos, Estados Unidos ha pasado por lo que sería una etapa de más de 20 años de vulnerabilidades que no podrían en ningún caso advertir de que todo lo sucedido ha empoderado a las administraciones de la Casa Blanca en esas dos décadas. Objetivamente, como corresponde a un análisis desde la teoría de las relaciones internacionales, el balance de la actuación y el rol de Washington, no es el mejor mirando la prospectiva internacional que tanto preocupa al Pentágono y a la CÍA. En efecto, nadie podría siquiera discutir de que así como la caída del Imperio Romano de Occidente el 476 d.C., la toma del Santo Sepulcro de Jerusalén por los turcos otomanos en 1453, la Revolución Francesa en 1789 y la caída del Muro de Berlín en 1989, marcaron los hitos o puntos de quiebre de la historia universal, el atentado terrorista en las Torres Gemelas de Nueva York y en el Pentágono, en Washington, el 11 de setiembre de 2001, también lo hizo, modificando el decurso de la sociedad internacional. Ese día la moral y el orgullo estadounidenses estaban por los suelos. La idea de que EE.UU., el país más poderoso de la Tierra, era invulnerable, se convirtió en un asunto del pasado. Se trató del mayor atentado nunca registrado por la humanidad: murieron en total 2823 personas y 6 mil quedaron heridas. Fueron encontradas 19500 partes de cadáveres y 291 cuerpos intactos. Las víctimas identificadas llegaron a las 1,216. Los niños en situación de orfandad por el atentado fueron 1,300 y los bebés que nacieron de mujeres cuyos maridos murieron ese día, fueron 17. Unas 1,717 familias nunca recibieron los restos de sus muertos. Ese día, como ahora que seguimos dominados por la pandemia, cambiaron los paradigmas de las relaciones internacionales, y los conceptos de política exterior, seguridad y defensa –EE.UU. inventó la denominada guerra preventiva–, tuvieron que ser redefinidos, también como tendrá que serlo ahora por el Covid-19. El mundo unipolar liderado por EE.UU., que se encumbró en 1989 –el momento final del mundo bipolar de la Guerra Fría (1945-1989), cedía el paso a otro denominado unimultipolar o solamente multipolar, como el de hoy, donde el propio EE.UU., comparte el liderazgo planetario con países como China, Rusia, India, etc., Washington cruzó los mares y fue a la caza de Osama Bin Laden. Llegó a Afganistán y derrocó al régimen talibán aliado de Al Qaeda. Es verdad que a Bin Laden recién lo encontró 2011, en Islamabad, y que lo eliminó en el acto, pero el daño ya estaba hecho. Lo inobjetable es que, desde el 11S, EE. UU. no ha podido recuperar su rol de absoluto hegemón mundial. Sigue siendo poderoso, pero debe compartir la agenda mundial que antes imponía a su antojo.
La derrota del Estado Islámico no es atribuida en exclusividad a Estados Unidos como Washington hubiera querido. Es verdad de que hicieron doblegar a Abubaker al Bagdadi, líder máximo del grupo terrorista, quien, hallándose sin escapatoria en 2019 en unas colinas al norte de Siria, habría decidido autoeliminarse. Aunque es verdad que territorialmente ya no tiene dominios –los que mantuvo siempre fueron circunstanciales y efímeros–, la derrota como tal debe ser tomada con pinzas. Desde que apareció el Estado Islámico de las propias entrañas de Al Qaeda en 2014 proclamando su califato –Al Qaeda fue menoscabada con la muerte de Osama Bin Laden y ha quedado seriamente neutralizada luego del abatimiento de su hijo Hamza en julio de 2019–, se convirtió en el verdadero terror del mundo al mostrar por las redes sociales sus ejecuciones por decapitación, identificados como el extremismo fundamentalista yihadista wahabita (takfirista) –toda una derivación del Islam Sunita (la otra rama es la Chiita)–, mantuvieron al planeta en completa zozobra, particularmente al Medio Oriente. Las ciudades de Mosul (Irak) y Alepo (Siria) las controlaron completamente por cerca de un lustro. La coalición de 44 países liderada por EE.UU. logró su cometido, pero no lo hizo sola. Los rusos también pusieron lo suyo y los kurdos que conocen muy bien el terreno en que se movió el Estado Islámico, fueron claves en ese resultado. La comunidad internacional no le ha dado a Washington el aplauso que confirme su victoria sobre los terroristas. La presencia de Moscú, pegado al régimen de Damasco, no pasó desapercibida, empañando una victoria estadounidense que no pudieron mostrar al mundo como realmente hubieran querido en la idea de conseguir el empoderamiento geopolítico propio de un hegemón. Cómo he referido en una columna anterior en El Montonero, in extensa, sobre la retirada de Estados Unidos de Afganistán, la idea cundida no habría sido precisamente la de una retirada exitosa y mucho menos victoriosa. Esa sensación de impacto por supuesto que no ha sumado a un país gravitante del mundo, llamado a recomponerse en el sistema internacional.
Estados Unidos no ha podido hacer nada frente a los movimientos geopolíticos de Rusia sobre Ucrania. Rusia jamás va a involucrarse en un área geopolítica que no corresponde a su natural marco de influencia geoestratégica como acaba de reconfirmar el propio Vladimir Putin, presidente de Rusia. Los hombres y las mujeres involucrados en defensa lo saben de memoria. Los Estados solo actúan en base a reciprocidades que supone conservar sus espacios de influencia. Así, cuando Putin decide la anexión de Crimea, península ucraniana en abril de 2014, ingresando en una sola jornada con más de 1000 tanques, Washington no hizo militarmente nada, salvo las calificaciones desde el derecho internacional como lo hizo también las Naciones Unidas y punto. La proximidad de Crimea al gobierno de Moscú la sabía la Casa Blanca tanto como que era en vano cualquier acción militar. En estos momentos los habitantes de la tensa región ucraniana del Donbás con incuestionable influencia de Moscú desean ser parte de Rusia como pasó con la de Crimea. Aunque la anexión de la península de Crimea se hizo al margen del derecho internacional, las relaciones internacionales no pueden ocultar la realidad de los hechos. En efecto, la realidad es que los habitantes del Donbass que comprende a las provincias ucranianas de Donetsk y Lugansk, son mayoritariamente prorrusas, y francamente no se ve a Estados Unidos asumir un rol de defensa de Ucrania como se está creyendo. Van a apelar a las negociaciones como se está viendo en los últimos días porque es lo que manda el denominado realismo político de las relaciones internacionales.
Estados Unidos quería descubrir las vacunas antes que cualquier otro país, como llegar a la Luna primero que todos, pero no lo consiguió. En la teoría de las Relaciones Internacionales existe un capítulo dedicado a las rivalidades que surgen entre los actores internacionales para obtener, conservar o arrancar el preciado poder mundial, pues todos quieren ser hegemones. Los que están más cerca de serlo, lidian más porque solo uno lo será. Excepcionalmente, tuvimos dos mundos bipolares: en el siglo XV y parte del XVI: España y Portugal, y en la segunda mitad del siglo XX: Estados Unidos y la Unión Soviética. En ese objetivo, además, lo hacen valiéndose de mil estrategias e impulsados por el pretexto, que es la manera más efectiva para legitimar sus acciones. Es por eso por lo que la febril carrera por conseguir la vacuna contra el Covid-19, se convirtió en una guerra encarnizada de acusaciones mutuas o colectivas, principalmente entre los Estados poderosos, con la única finalidad de debilitar a aquel que pudiera hallarse cerca de la meta. Estados Unidos con sus aliados, Reino Unido y Canadá señalaron a Rusia, de que especialistas informáticos (Hacker) habrían hurtado de sus laboratorios información valiosa sobre la vacuna. Hasta que la ciencia no la encuentre, lamentablemente así será. La idea es que el acusado pierda moral internacional, es decir, prestigio y credibilidad, un preciado valor planetario sobre el cual descansa gran parte de su relacionamiento internacional, según sus intereses. También pasó a China cuando la viróloga y experta en inmunología, Li-Meng Yan, escapó de Hong Kong con rumbo a los EE.UU. denunciando a las autoridades de Beijing de manipular información sobre el Covid-19. Pero los chinos no se quedaron atrás en estas acusaciones recíprocas. Cuando todo comenzó en la ciudad de Wuhan, el gobierno del presidente Xi Jinping, acusó a Washington de que se había perpetrado una guerra bacteriológica desde Occidente y luego, la Casa Blanca adujo que China manipuló o actuó con desidia en un laboratorio. Pero la vacuna la encontraron primero los rusos y luego los chinos. Donald Trump que la quería a cualquier precio sabía que por no hallarla sus posibilidades de ser reelegido presidente eran realmente nulas. Estados Unidos ha sido el país más impactado por la pandemia, contando a la fecha más de 65,5 millones de contagiados –amén del impacto que vienen produciendo la variante Ómicron–, y más de 850,000 muertos. Sin poder convencer a toda su población de vacunarse, Joe Biden sabe que mientras no lo estén en el tamaño esperado, la economía estadounidense seguirá sufriendo los impactos que a una superpotencia le pasa el decurso de los hechos en el mundo.
Aunque podríamos realmente enumerar más circunstancias de vulnerabilidad –téngase presente que afirmar una decadencia en ciernes e inexorable de Estados Unidos es un completo error–, lo cierto es que el ajedrez de la economía internacional lo está jugando mejor China sin que ello signifique asegurar que en el saldo serán victoriosos sobre Washington. La ruta de la sede como el mejor pretexto chino para tomar el mundo sigue inquietando a Estados Unidos dedicado ciento por ciento en frenarlo. Los tiempos son difíciles, pero es así cómo llega el país del denominado Destino Manifiesto al inicio de este nuevo año en medio del nuevo Orden Mundial que comienza a imponerse y que algunos aun no lo ven o no pueden identificarlo. Veremos qué pasa en el futuro inmediato en el globo donde la inteligencia de Estado será capital para Washington en el decurso de su existencia como país en las próximas décadas.
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