Miguel A. Rodriguez Mackay
A 27 años de la exitosa operación Chavín de Huántar
Una expresa manifestación de la violencia legítima del Estado
Luego de cuatro años de haber sido encarcelado Abimael Guzmán Reinoso, el 12 de setiembre de 1992, y posteriormente también gran parte del Comité Central del grupo terrorista Sendero Luminoso, el 17 diciembre de 1996 –hace 27 años–, Néstor Cerpa Cartolini y 13 comandos de aniquilamiento del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA, el otro grupo subversivo que sembró violencia en el país), asaltaron la residencia del embajador del Japón en Lima y tomaron, luego de una estratégica selección, entre más de 750 rehenes, a 72 de ellos, en la idea de lograr la liberación de los emerretistas encarcelados; entre ellos a Nancy Gilvonio, la esposa de Cerpa a quién éste deseaba ver libre, a pesar de que había sido condenada a 20 años de pena privativa de la libertad. Ella fue excarcelada en 2010 por beneficios penitenciarios.
Cuatro meses era muchísimo tiempo para lograr una solución negociada con los terroristas. Su frustración significó la adopción de otra estrategia, esta vez de carácter militar, siempre en la idea de preservar las vidas de todos: los rehenes, los terroristas, y desde luego, los comandos que participarían en la operación de rescate. La denominada operación “Chavín de Huántar” –recordaba los caminos de la ciudadela de la histórica cultura Chavín, ubicada entre los ríos Mosna y Huacheqsa a 3,815 m.s.n.m.–, fue ejecutada el 22 de abril de 1997, constituyendo una de las acciones de rescate de rehenes más efectivas del mundo. Fue exclusivamente militar, y este carácter siempre hay que relievarlo y repetirlo.
Es verdad que el contexto y los operadores políticos de ese momento fueron independientes de dicha operación, pero es innegable que su resultado tuvo, realistamente, un importante rédito político para quienes tomaron la decisión de tal manera que un resultado desastroso también les sería atribuido y lo estoy diciendo por el expresidente Alberto Fujimori que ordenó la ejecución de la operación indicando: “procedan”; sin embargo, se trató de un operativo eminentemente de estrategia militar, propio de un escenario de guerra y de crisis. El éxito de su resultado llevó a sus protagonistas –los comandos– a que sean calificados de héroes y eso fue lo mínimo que la Nación pudo hacer para retribuir su gesto, lleno de valor. De allí que no dependió en su modus operandi, propiamente dicho, de la acción del poder político del Perú. Tuvieron su cuota en la fase negociadora, es verdad, pero distinta y distante de la acción militarizada que caracterizó a la incursión de los comandos en la residencia del Embajador del Japón en Lima, que a la postre, era la fase que iba merecer las calificaciones más allá de su resultado. Será bueno, entonces, distinguir el acto político del acto militar, aunque ambos momentos están intrínsecamente unidos.
Como en todas partes, siempre suele haber críticas y más si los resultados son exitosos. Mal se hizo en criticar la calidad de héroes a los militares que ingresaron en la residencia del Embajador del Japón al referir que su actuación fue militar y en subordinación a los intereses del Estado, no del gobierno de turno y en el cumplimiento del deber. Los críticos se habían olvidado de un carácter inmanente e intrínseco que se requiere para la heroicidad: el arrojo, lo que estuvo presente en los valerosos comandos que incursionaron en la embajada menoscabada, es decir, conscientes de la misión, sus vidas pasaron a un segundo plano, importando la de los rehenes por sobre todas las cosas. Allí estuvo la calificación de héroes y me place cruzarme a menudo en mis espacios de vida profesional, académica y amical, con varios de los héroes vivientes que nos dio este dificilísimo episodio de nuestra vida nacional contemporánea.
Recordemos que el enfrentamiento militar solo tuvo dos actores: El Estado peruano y el grupo terrorista Movimiento Revolucionario Túpac Amaru - MRTA. El Estado hizo uso de la coacción, que es la violencia legítima con la que cuenta, exclusivamente a través de sus Fuerzas Armadas para restablecer el orden alterado por la acción terrorista. Jamás su actuación y su éxito debieron medirse por la diferencia numérica de las partes en combate ni por el tipo de armas utilizadas, sino por las ventajas estratégicas de los actores, que por esa razón, podían determinar el desenlace de los hechos. Así, pues, era evidente que los emerretistas controlaban la vida de los 72 rehenes a los que podían liquidar en cualquier momento.
Es verdad que para ser calificados de héroes los comandos debieron superar el estado psicológico del cumplimiento del deber y cruzar el umbral del arrojo, y que ya he referido, pues asumieron que sus vidas ya no era lo más importante. Eso sucedió al coronel Juan Valer Sandoval y al capitán Raúl Jiménez Chávez, que murieron durante el rescate y a los demás que resultaron salvos, pues para ser héroe no hay que considerar la muerte como requisito. Cáceres, héroe viviente de la Guerra del Pacífico (1879-1883), murió recién en 1923.
Una cuestión, a mi juicio, importante fue que la operación privilegió la vida humana y su resultado –un solo rehén muerto: el Vocal Supremo, Carlos Ernesto Giusti Acuña-, lo que asombró al mundo. En la historia de la sociedad internacional contemporánea ha habido diversidad de hechos de rescate y todos no terminaron precisamente con el éxito que se esperaba. Un caso de triste recordación fue el episodio en los Juegos Olímpicos de Múnich, en 1972, cuando el denominado grupo palestino Septiembre Negro irrumpió contra la delegación israelí en la misma villa olímpica. La reacción de la policía alemana, muy cuestionada por su falta de pericia, fue un completo fracaso, produciéndose un tiroteo en pleno aeropuerto con el trágico saldo de 17 muertos, la mayoría israelíes, palestinos y un policía. Pero quizás el funesto caso de la crisis de rehenes del teatro Dubrovka de Moscú, tomado por alrededor de 50 terroristas chechenos – era el 23 de octubre de 2002- al reducir a cerca de 850 rehenes, aparezca como uno de los episodios de mayor yerro en la historia de los rescates pues murieron cerca de 170 personas. Los extremistas exigían el retiro de las fuerzas rusas de Chechenia y el fin de la Segunda Guerra de Chechenia, camino de lograr su denominada liberación. La policía utilizó gases tóxicos, lo que fue harto criticado, produciéndose una matanza. Murieron todos los terroristas y con ellos 130 rehenes. Fue un fracaso total.
De allí que mirando el suceso delictivo de 1996 que remeció a la vida nacional y nos puso en la atención mundial por más de 4 meses –el Perú hacía esfuerzos muy denodados para lograr su ingreso en el Foro Económico Asia-Pacífico (APEC) donde Japón precisamente era nuestra palanca internacional-, su resultado no podía pasar desapercibido; sin embargo, la incursión subversiva, hay que decirlo, había sido leída por los opositores del régimen de Alberto Fujimori, como una completa burla a la inteligencia y a los protocolos de seguridad básicos de los que el Estado peruano se jactaba luego de la detención del camarada “Gonzalo”. Sin que la operación propiamente militar deba sus resultados al factor político como ya he referido líneas arriba, no cabe duda de que Fujimori, que antes de la toma de la embajada nipona andaba por el 35% de aprobación, luego del exitoso resultado militar, superó el 75% de aceptación ciudadana. Aunque Fujimori fue el actor más visible durante los 126 días que duró la toma de la embajada japonesa viajando por diversos países para lograr una salida pacífica, y el resultado fue su mérito político, el mayor éxito y reconocimiento –repito- lo tuvieron los propios comandos, y por ende, nuestras Fuerzas Armadas que, luego fueron blanco de quienes se dedicaron a imputarles la supuesta ejecución extrajudicial del camarada “Tito”.
Una protección del Perú a los comandos, fue la aprobación por Ley 30554 de 2017 de declararlos Héroes de la Democracia, que era realmente lo esperado; sin embargo, a dos años de cumplirse 30 de este suceso de salvamento, no es lo único que deba hacerse para relievar la acción de los heroicos comandos. Un Estado serio y congruente sabe reconocer y atender a sus héroes en vida. No se trata solo de extender una protección patrimonial. No. Las sociedades se construyen por imaginarios colectivos que devienen de reconocimientos y de publicaciones como este artículo que suscribo en el prestigioso portal El Montonero en el que escribo periódicamente.
La operación Chavín de Huántar, que ha ingresado en las gestas modelos de las acciones de rescate militar internacional, debe ser inscrita y de manera transversalizada en toda la educación nacional, y a los héroes de la operación dedicarlos en esta etapa de sus vidas a la membresía y el aplauso pero sobre todo, el ejemplo, para las venideras generaciones de peruanos que verán en sus Fuerzas Armadas y en su Policía Nacional, y en, general en toda la familia del sector Defensa, la institucionalidad tutelar del Estado que vela por la seguridad y la defensa de la Patria, sea en el frente externo por un conflicto que pudiera surgir, o en el ámbito interno como sucedió con el episodio que estamos comentando.
La acción de rescate militar en la embajada de Japón en Lima fue la expresa manifestación de la violencia legítima del Estado –la única válida desde la dinámica del poder debidamente constituido- frente al anarquismo y el terrorismo que buscan imponerse, pero que lograron ser vencidos por la democracia y el imperio del orden en una sociedad convencional como la peruana donde a pesar de sus imperfecciones y desilusiones como Estado-Nación, constituye una sociedad donde se superpone el imperio de la ley y las acciones coactivas y coercitivas estatales para garantizar el orden social nacional como fue exactamente lo que pasó en la residencia del embajador del Japón en 1996.
Miguel Ángel Rodríguez Mackay
Excanciller del Perú. Profesor de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos – Facultad de Derecho y Ciencia Política – Escuela de Ciencia Política
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