Carlos Rivera
César Álvarez Téllez: el último vargasllosiano
Un escritor que vivía entre versos y prosa
«Si hay algo que la vida me ha enseñado,
ahora que ya no soy tan joven,
es el valor de la amistad,
un valor que tiendo cada vez más a situar
entre los más altos e importantes
para enriquecer la vida humana» (MVLL)
Tengo la edad en que las sorpresas son comunes formas de requiebres de la vida como tropezar con una piedra o ver las hojas caer en una tarde de otoño. Uno se regocija en sus deseos mesurados y aprecia las mañanas con espíritu estoico esperando que el tiempo cumpla su deber con el cuerpo contaminado con sangre pecadora y los huesos corroídos por las fatigas cronológicas sigan resistiendo. Es la edad mustia y presta para cumplir caprichos sin vigor. Ya no tenemos ilusiones nuevas sino tareas que completar antes de que los gusanos devoren nuestros cuerpos.
Pero nos queda la memoria, la carga de recuerdos y los agradecimientos de nuestro aprendizaje por seres a los que imitamos un gesto, agasajamos su voz, le copiamos una frase, un verso o soñamos con ser como ellos. Debo a un nombre esa pasión por la literatura. Un escritor que me enseñó el verdadero camino para atreverme a ser lo que pretendo ser. Sin miedo. Sin cobardía. A pesar del fracaso. Este es un pequeño trazo de alguien que me educó con su testimonio vital una auténtica pasión por las palabras.
La vida me regaló la amistad del historiador Arnulfo Ramos Bustos. Tuve el privilegio de que un hombre tan sabio ordenara mis primeras lecturas desde muy niño y me enseñara los grandes paradigmas de la cultura. Por esos piadosos años de adolescencia yo vivía en una zona muy pobre donde la tierra rodeaba los cuatro costados de mi casa. Sin servicio de agua, sin luz, pero repleto de libros, diarios y revistas. Y el viento fresco de las chacras modelaba nuestras curtidas pieles que lo resistían todo. A casi cuadra y media de mi casa vivía César Augusto Álvarez Téllez. Un vecino al que todos saludaban con cierta reverencia. Tenía una casa celeste de dos pisos y una pequeña puerta de rejas y un jardín con una agraciada enredadera y variadas flores. Él vivía en el segundo piso. Salía en los periódicos y era convocado para las ceremonias y aniversarios culturales. Nunca lo vi sin un libro bajo el brazo; salía muy temprano de su casa con su impecable terno azul, camisa blanca y su pelo negro sorteando las inclemencias de las horas.
Yo también paraba con mis libritos para todo lado, eran lo único que me daba confort para mi almita que hervía en curiosidad por experimentar los placeres de la carne. Retraído por mis cambios de fe, mis delirios existenciales y la pobreza pasaba mis días soñando con un gran futuro. Me acobardaba hablarles a las chicas y los libros eran mi refugio. Escribía poemas cursis y malos en métrica y lenguaje. Garabateaba algunos cuentos y mis gustos literarios estaban llenos de prejuicios y de falta de criterio estético. Necesitaba un amigo grande que orientara mi literatura. Como ya conté en anterior crónica (“Carpe Diem”, 6 junio, 2022) una vez decidí abordarlo en la Plaza Las Américas de Cerro Colorado. Lo esperé a las 9 de la noche en una de las bancas frente al monumento del mundo rodeado de banderas.
Yo era un muchacho de 17 años. Sentía miedo de hablarle en esa forma pero me tragué la vergüenza. Conversamos de Valdelomar y Mariátegui. Yo estaba sorprendido por esos tiempos con la prosa del amauta (“Renací en tu carne cuatrocentrista como la de la Primavera de Boticelli…”) y quería ser como el Conde de Lemos y su ardiente vida de dandy criollo. Era un desubicado jovencito izquierdista que amaba los textos de José Carlos y luchaba contra las injusticias del mundo anhelando un país igualitario. Fue una charla franca. Él era un joven escritor con reconocimiento y se divertía con su mordacidad al preguntar por mis lecturas. Nunca alguien me había hablado de literatura de esa manera tan vehemente. Me dijo que lo visitara los sábados o domingos y podíamos charlar de libros. Por esos años compraba una revista española Qué leer permaneciendo hechizado por el repertorio de autores y la industria cultural que se cultivaba en España. En 1997 ingresé a la universidad fantaseando con encontrarme con esos sujetos capaces de revelarme la verdad del conocimiento. Visitaba a mi maestro Arnulfo Ramos Bustos comentándole de mis incidencias de universitario y también desde luego a César Augusto. Recuerdo que años después, un sábado por la tarde César me habló de Jorge Luis Borges. Yo había intentado leerlo, pero lo acusaba de aristocrático y poco útil para mis horizontes ideológicos. En mi defensa lo contraponía con Sábato y su carácter de escritor comprometido con su tiempo.
Con su manía plástica sobre su cuerpo ya sin los pliegues de su terno sacó de su cuarto un libro de Borges completamente “descuartizado”, tachonado de marcas de todo tipo y color. Me recitó de memoria “El poema de los dones”( “Nadie rebaje a lágrima o reproche/esta declaración de la maestría de Dios, que con magnífica ironía/me dio a la vez los libros y la noche”), su poema “Ajedrez” y algunos versos de Fervor de Buenos Aires y de pie junto a la pequeña ventana de su casa elevando los ojos declamó con acento español “El tema del traidor y del héroe” con las debidas pausas y como si lo estuviera leyendo con un énfasis templado capaz de sacarme convulsiones de aturdimiento. Eran los tiempos del programa “Vano oficio” conducido por Iván Thays que se transmitía en TV Perú. Andaba enloquecido por Salón de belleza de Mario Bellatin y de las obras de Alonso Cueto quien me parecía el hijo pequeño de Vargas Llosa. Bryce fue mi deslumbramiento por su criollismo cosmopolita. Hablamos de muchas cosas, yo solo intervenía para apuntar un dato o alguna curiosidad. No estaba a su altura para lanzarme con alguna disquisición arrebatada.
Eran las 11 de la noche y nos pasamos conversando junto a una jarra de limonada y unos panes que acompañaron la plática. Antes de irme le dijo a Rosa(su esposa) que trajera su “álbum”. Ella muy gentil se acercaba con un grueso cuaderno grande de unas 500 hojas. En la portada le había pegado el rostro de Mario Vargas Llosa y en su interior contenía recortes y artículos o itinerarios de Mario por todas partes del mundo. Sabía toda su vida, sus premios, tenía un registro detallado de sus obras y los debates que se suscitaron por las referencias críticas de su novelística. Emocionado me contó de una polémica que sostuvo con el escritor Dante Castro a raíz de su intervención en una prestigiosa emisora donde criticaba la postura liberal del autor de La ciudad y los perros. Mario Vargas Llosa era su gran pasión, el escritor con el que soñaba alcanzar la cumbre de su vida y al que se refería como cuando los curas le mencionan al Papa. Francisco Umbral ha dicho: “Vale más un sedente apasionado que un inquieto sin pasiones”.
César Augusto era la muestra viva contra cualquier superchería simplista de algunos escritores que le tienen miedo a enfrentarse con todo a los caminos del infierno creador que atravesaron Proust, Verlaine, Rimbaud o Vallejo. Yo era un izquierdista contrito, antiaprista acojudado. Admiraba a Luis Alberto Sánchez pero odiaba al ex presidente García por las colas y el caos de su gobierno. La otra gran pasión de César Augusto era el APRA reflejado en la figura de Alan García Pérez a quien en su alucinado libro inédito El regreso de los pañuelos blancos lo imaginaba debatiendo contra Mario en un contrapunteo donde la fuerza retórica de Alán se enfrentaba al exquisito verbo de un escritor universal cuasi nobel.
Para demostrar que lo suyo no era una mera pose rebelde ( o la imitación burda de un “sartrecillo valiente”) publicó en el 2001 su libro Pimienta caliente. Instrucciones para atrapar un nobel. Obra donde entremezcla la pasión literaria, el fútbol, la figura de Mario (con persecución incluida por los techos del Centro Cultural de la UNSA), un recóndito amor y las peripecias y fracasos de un escritor tercermundista. Estuve cuando presentaron ese libro en el auditorio de la Facultad de Economía de la Universidad Nacional de San Agustín y un nervioso poeta Jimmy Marroquín lo conminaba a dejar la temática vargasllosiana. César ya había publicado su poemario Breve historia de todas las cosas (1996), sus novelas Último cartucho en Chorrillos (1999) y Penélope, además de haber alcanzado una mención honrosa en el concurso de cuento Copé de 1994, Premio Nacional de Narrativa “Todas las sangres” 2001. Segundo Premio en el Concurso Internacional de Ensayos sobre Literatura Coreana 2008. César profetizó la trascendencia de las obras de Jaime Bayly mientras la crítica(Faverón y compañía) lo arrinconaban por farandulero o simplón. Sus contemporáneos no han resistido la tiranía del tiempo y mueren de olvido.
Han pasado los años y esporádicamente nos encontrábamos. Se mudó de barrio, pero a veces coincidimos en alguna presentación. Las cosas han cambiado mucho, no he triunfado como periodista y ando tras la locura de meter toda mi vida en la literatura. César ha dejado la enseñanza, su hijo es un buen mozo. Los grandes amigos que algún día tuvo ahora lo miran con desprecio o le tienen vergüenza porque padece de un mal. Escritores mediocres con una prosa rústica y nada creativa son reacios a aceptar que él se adelantó a todos. Muchos de sus compañeros de generación tienen excelentes trabajos como docentes o autoridades académicas, pero nunca hicieron nada por la memoria de su obra. Sus libros nos han atravesado el corazón. Aquí la prueba del arte de César Augusto:
IMITACIÓN DE GENIO
He sido actor de cine
lógico matemático,
practicante de mago y una buena persona.
Amigo de las niñas.
Volví la vista al ciego,
y por mandado mío, delante de una gran multitud
un olmo ha dado peras.
Todo cuanto él ha hecho
lo he hecho yo también…
y sin embargo no me han crucificado.
(Tomado de Los goces del paraíso)
César era un escritor arrollador, vivía entre versos y prosa. Tenía un tono versátil y romántico. A manera de un Wilde con tintes metafísicos. Sabía del último libro de Corín Tellado como lo más reciente de Tom Wolfe o los nuevos cuentos del cuzqueño Luis Nieto Degregori. Sus historias no acaban en temáticas provincianas. Son piezas de un armado lírico (de múltiples voces y una poderosa carga de emociones) capaz de arrebatarnos con su eficaz narrativa la paz de nuestras almas:
Uno piensa a veces que la vida te ofrece solo una oportunidad; como yo alguna vez dije: la vida te vuelve a ofrecer la oportunidad, eres tú quien vuelve a despreciarla. En dichas circunstancias, cuando el tiempo y los años te vuelven a encontrar frente a esas circunstancias del pasado sientes que no puedes actuar de otra manera, entonces corroboras como justificando tu actitud negligente de la primera vez y haces anodino todo remordimiento.
(Pimienta caliente. Instrucciones para atrapar un nobel)
Un ligero ruido distrajo su atención. Asustado avanzó a grandes pasos hasta atravesar una puerta que daba acceso al comedor de su casa. Le sorprendió encontrar, en la gran mesa de fieltro anaranjado, una botella de cerveza a medio tomar y un pequeño vaso, solitario y vacío. Se sirvió con urgencia un trago rebalsando de espuma y lo bebió de un golpe; después cogió la botella y se la llevó a la boca hasta cerciorarse de que no había quedado líquido.
(“Un vaso de cerveza”, Antología del cuento arequipeño,2010)
Una vez le dije poeta. Tomó mi ingenuidad como el capricho cursi de un inmaduro jovenzuelo, pero al que hay que educar con empatía. “Carlos, ¿sabes quién es un auténtico poeta?”: “Luzgardo Medina Egoavil, ese si es un verdadero poeta” me dijo.
César tiene poemarios inéditos, una novela lista y varios cuentos rociados en algunas antologías. Ojala que los amigos que aún le queremos, y valoramos su literatura, seamos iluminados por la providencia y de una vez por todas dejemos su nombre y su obra en el verdadero sitial de las letras que se merece.
Hace varios años asistí una noche al Centro Cultural Peruano Norteamericano ubicado en la calle Melgar por un homenaje a Jorge Luis Borges. El ambiente estaba repleto. Me la pasé cerca de la puerta estirando de vez en cuando mis pies para poder ver y oír algo. El Dr. Tito Cáceres Cuadros expuso una maravillosa conferencia dedicada al vate argentino. Como cierre del evento aparece una actriz limeña bajo la tenue luz de una lámpara. Tomó un bastón y simulando la ceguera del escritor argentino y su venerable ancianidad recitó algunos de sus poemas. Horroroso, sin cadencia, una voz chillona, falta de plenitud en el cuerpo para conmover con la representación. Un aplauso por decoro anunciaba la clausura del homenaje. Pero alguien al fondo del lugar suplicaba hacer una pregunta. Los ojos de todos se dirigieron a ver quién era ese sujeto. Era César Augusto. En unos breves minutos contó brillantemente su acercamiento a Borges a través de la revista Vanidades. Desglosó su técnica cuentística, sus maestros (Kipling y Chesterton) y la variedad de imágenes encantadoras o la recurrencia del tigre en su poesía (Bajo la luna /El tigre de oro y sombra /Mira sus garras /No sabe que en el alba/ Han destrozado un hombre) o la figura del minotauro melancólico y metafísico de una de sus historias. Todos nos quedamos en silencio y aplaudimos como si estuviéramos en una tribuna futbolera.
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