Desde las reformas económicas de los noventa, la Consti...
Silencioso y amenazante, sigue pendiendo sobre sobre la universidad peruana -cual espada de Damocles- el proyecto de ley de la Comisión de Educación del Congreso de la República que propone liquidar la autonomía universitaria y restaurar el intervencionismo estatal que tanto daño le hizo a nuestras universidades durante la dictadura de izquierda del general Juan Velasco Alvarado.
Por coincidencia, el promotor principal de dicho proyecto es otro general del Ejército, el legislador oficialista Daniel Mora Zevallos, quien haría bien en revisar la historia para conocer las consecuencias del modelo velasquista aplicado en 1972, cuando la dictadura intervino las universidades nacionales y confiscó varias privadas, y las puso bajo el control del estatal Consejo Nacional de la Universidad Peruana (CONUP). Igual que hoy, el pretexto para intervenir entonces fue “mejorar la gestión académica y administrativa” de esos centros de estudios.
Las universidades intervenidas se hundieron pronto en la corrupción y la mediocridad, por la pésima gestión de las autoridades provisionales designadas por la dictadura, pero en las nacionales la crisis fue mayor porque al intervencionismo se sumó la anarquía que desató el co-gobierno estudiantil politizado.
A pesar de este fracaso, la Comisión de Educación pretende hoy que el Estado intervenga de nuevo en las universidades mediante una Superintendencia Nacional de Educación Universitaria (SUNAEU), y lo justifica alegando que la educación universitaria es un “servicio público esencial”, lo cual no es cierto ya que, a diferencia de la educación primaria, no es obligatoria.
Según el proyecto, la SUNEAU supervisaría la calidad universitaria, fiscalizaría el uso de recursos y autorizaría o denegaría la apertura de nuevas universidades. Sin duda que tales controles son necesarios, pero el estado es la entidad menos apropiada para ejercerlos, primero porque se violaría la autonomía, y segundo porque la eficiencia no es una cualidad del estado peruano sino todo lo contrario. La alternativa más razonable sería encargar esas tareas a una institución técnica nueva que sea totalmente ajena al estado.
Sus promotores sostienen que la SUNAEU tendría autonomía plena. Sin embargo, el proyecto dice que aquella dependería del ministerio de Educación, por lo tanto estaría sometida a las decisiones de éste y, por ende, a la voluntad política del gobierno de turno.
Es verdad que necesitamos universidades modernas que respondan a las nuevas necesidades del Perú emergente, que sincronicen sus programas y carreras con los requerimientos del mercado, pero también necesitamos una cátedra libre y ajena a toda clase de poder. Esto lo entendió el mundo hace 96 años, cuando la primera reforma universitaria (Córdoba), separó la universidad del Estado y de la Iglesia.
La autonomía deja de existir cuando el estado mutila la libertad de cada universidad para dictar sus estatutos y reglamentos, organizar carreras, disponer y administrar sus bienes y rentas, organizar sus servicios, nombrar y remover a sus profesores y empleados. El proyecto de ley cuestionado pretende precisamente mutilarle esa libertad a las universidades.
La opinión unánime de la comunidad universitaria y del mundo académico está en contra del proyecto, por ello el Congreso debería meditar cuán viable sería aplicar una ley tan cuestionada y que, además, ha sido aprobada a duras penas -tras 17 meses de discusión- por solo 8 de los 17 miembros de la Comisión de Educación. ¿Vale la pena polarizar al país una vez más por una ley que sería inviable?
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