Editorial Cultura

La Constitución incompleta

Texto de Jaime de Althaus, leído en abril de 1999

La Constitución incompleta
  • 05 de septiembre del 2021

Reproducimos el texto leído por Jaime de Althaus en abril de 1999, en la presentación del libro La Constitución incompleta. La reforma institucional para la estabilidad democrática, de José Luis Sardón. El libro acaba de volver a circulación en su segunda reimpresión, realizada por el Centro de Estudios Constitucionales. 

 

Debo comenzar felicitando a José Luis Sardón por este excelente libro, dotado de una claridad conceptual pocas veces vista en temas de política constitucional. El trabajo apunta directamente a identificar las causas de nuestra dificultad histórica para consolidar una democracia estable. La respuesta de José Luis es muy clara: la razón está en las reglas de juego constitucionales, que no han sido bien diseñadas. Y él propone aquí un buen diseño. 

Es la primera vez que en el Perú se analiza la Constitución y se elabora una propuesta desde la comprensión de la lógica del sistema de reglas de juego político. Y es la primera vez que esto se hace desde el punto de vista de la teoría de la elección racional, que postula que unas reglas de juego pueden ser buenas o malas; y son buenas si fomentan conductas funcionales al desarrollo eficiente del propio juego político.

En otras palabras, todo sistema de reglas de juego es un sistema de incentivos que estimula determinadas conductas y desalienta otras. La Constitución debe establecer un sistema de reglas de juego que fomente la estabilidad de la democracia; esto es, que desaliente el conflicto o la polarización entre los agentes políticos, o entre poderes del Estado, y que permita la adaptación del gobierno a los cambios o demandas de la realidad. 

No es casualidad que esta presentación se haga el 5 de abril. El mensaje es, supongo, que nuestras Constituciones no establecieron reglas de juego político eficientes, sino reglas que llevaron recurrentemente a interrupciones constitucionales. José Luis identifica dos variables fundamentales en el sistema de reglas: el calendario electoral y el tamaño de los distritos electorales.

Un calendario electoral que establezca elecciones parlamentarias más frecuentes que las presidenciales le permite al pueblo premiar o castigar al gobernante, eliminar la oposición obstruccionista; o al contrario, quitarle la mayoría si no la merece. En general, permite mantener al sistema adaptado a los cambios y vinculado a las demandas de la opinión pública.

Unos distritos electorales pequeños, uni o binominales, por su parte, fomentan en los representantes una conducta responsable hacia los electores e inducen un sistema bipartidista o de pocos partidos que puedan alternarse en el poder, lo que resulta fundamental para la estabilidad de la democracia; sobre todo en los sistemas presidencialistas.

Yo coincido plenamente con este análisis y creo que un sistema de elecciones parlamentarias más frecuentes y distritos múltiples uninominales o binominales son fundamentales para asegurar una democracia más estable y más sentida por la población como propia, con representantes más legítimos y con unos pocos partidos políticos capaces de turnarse en el ejercicio del gobierno. En este sentido, la argumentación del libro es brillante y profundamente esclarecedora. Deberían quedar, al respecto, pocas dudas después de leerlo.

Quisiera plantear, sin embargo, algunas breves reflexiones. Como señala el libro, el multipartidismo se convierte en una realidad inevitable y perniciosa en el Perú sobre todo a partir de la Constitución de 1979. En este sentido, el multipartidismo no estaba presente de manera plena cuando se produjeron los golpes de Estado de 1948 y 1968. En la década del sesenta, por ejemplo, había una suerte de bipartidismo; había dos bloques: la alianza AP-DC, y la alianza APRA-UNO. Este último partido desapareció poco después, pero surgió la izquierda, que en determinado momento llegó a ser unida.

Por supuesto, es posible especular que si el sistema de reglas hubiese sido el adecuado no se hubiese producido el golpe de 1968, y más bien hubiera llevado a la formación de dos grandes bloques o partidos: uno de centro-derecha (si tales categorías son válidas todavía), derivado de la alianza entre Acción Popular y la Democracia Cristiana; y otro de centro izquierda, derivado de la aglutinación entre el Apra y la izquierda. Pero no ocurrió así.

Si ahora lanzáramos el sistema de distritos uninominales, ¿qué sistema de partidos se armaría? Según las encuestas, las primeras mayorías las tendrían Somos Perú y el fujimorismo. En teoría, esas serían las líneas sobre las cuales se construiría el futuro bipartidismo. Pero, como sabemos, son líneas que casi no se diferencian en lo ideológico. Tendríamos así un sistema de partidos muchísimo menos diferenciado ideológicamente que el anterior. En realidad, casi indiferenciado. No se ve como ambas líneas estarían expresando posiciones distintas dentro de la sociedad.

Hay allí una primera inquietud. La base para construir un bipartidismo en este momento parece deleznable. Pero esta no es razón para no iniciar el proceso. La realidad finalmente responde y se organiza debidamente si las reglas son buenas. Debe confiarse en la libertad.

Al mismo tiempo, sin embargo, hay una cierta aprensión respecto de la sola idea de tener dos o tres grandes partidos estables. Subsiste el trauma del fracaso de los partidos tradicionales, del sistema de partidos anterior. No creemos en los partidos. Sentimos que recrear un sistema de partidos es cambiar el estado de fluidez política actual, que no compromete a nadie por la eventual asfixia política que produciría atar el destino del país a dos o tres grupos autodeterminados. Y en los que, como ha apuntado la teoría política, la lógica de la organización y de los intereses internos termina prevaleciendo sobre los intereses comunes de la nación. En ese sentido, el reino de lo impredecible parece mejor que el de lo absolutamente predecible, en la medida en que este último no es visto sino como la repetición de la pesadilla del pasado.

En realidad, el temor a los partidos es, técnicamente hablando, el temor a la partidocracia, donde los ciudadanos no participan en las decisiones de los partidos, que dependen exclusivamente de la voluntad o el juego de intereses del jefe o los jefes. Pero un sistema de distritos múltiples uninominales ayuda a eliminar ese temor, porque genera constantemente nuevos líderes locales y regionales que renuevan el propio partido. También obliga al partido a dar cuenta a la base electoral. Así, partidos políticos resultantes de un sistema de distritos electorales pequeños son, por definición, internamente más horizontales, democráticos, tolerantes y flexibles. No debería haber temor, entonces, a consolidar un sistema de pocos partidos. 

Un último tema queda, sin embargo, por definir. Y el libro lo plantea. Es el de si ir hacia el presidencialismo puro norteamericano; o más bien al sistema francés, que alterna el presidencialismo con el parlamentarismo y que supone la posibilidad de disolver el Congreso sin expresión de causa y la consecuente eventualidad de una cohabitación entre el presidente y un primer ministro de la oposición. 

Sardón se inclina por la primera opción, por el sistema norteamericano. Pero, ante todo, habría que advertir que este sistema supone, paradójicamente, un papel muy importante de las comisiones del Congreso –y particularmente de la Comisión de Presupuesto– en las decisiones sobre los programas y el gasto del Ejecutivo. En ese sentido, una elección de todos los diputados cada dos años o dos años y medio, estimula la capacidad del diputado de influenciar en el gasto y la inversión pública en su localidad. Como es obvio, un sistema de este tipo tiende a ser fiscalmente exigente o demandante. Los diputados, para ser reelegidos cada dos años y medio, querrán mostrar el resultado de sus gestiones ante el Presupuesto y ante el Ejecutivo. 

El distrito único, en cambio y en principio, no presiona el gasto fiscal. Por el contrario, si el presidente tiene mayoría, resulta funcional a los períodos de ajuste y reforma. Por eso existe la tentación de decir: sigamos por lo menos un tiempo con el distrito único, en lo que podríamos llamar una “partidocracia ilustrada”, o “económicamente ilustrada” —una suerte de cuasi dictadura económica en cierto sentido—, hasta configurar una base económica de mercado que permita sostener una democracia fiscalmente exigente; y que, de otra parte, genere ciudadanos independientes capaces de formar partidos serios.

Mientras tanto, la existencia de una mayoría parlamentaria leal solo al jefe, y no a una base de electores abstracta, facilita la aplicación de las políticas del Ejecutivo y hace posible, incluso, el propio populismo presidencial. Por supuesto, no es esa la razón por la que la mayoría congresal actual defiende el distrito único. Lo hace por pereza electoral, por no competir con otros candidatos en un distrito electoral y para no tener que rendir cuentas después en él, para ser reelegido. Más cómodo resulta treparse en uno de los vagones de la locomotora presidencial para llegar al Congreso. 

El distrito único puede eventualmente justificarse —y sólo en la medida en que el presidente tenga mayoría— en una etapa de emergencia y de transición. Perpetuado indefinidamente solo genera irresponsabilidad parlamentaria, multipartidismo, inestabilidad y deslegitimación democráticas, como demuestra meridianamente el libro. Por eso debe ser cambiado. Pero debe también perfeccionarse una fórmula para conciliar la propensión a la iniciativa en el gasto, implícita en el distrito uninominal con elección frecuente, con la necesidad de asegurar el equilibrio fiscal. Evidentemente, la obligación de respetar el tope de gasto fijado en el proyecto de presupuesto enviado por el Ejecutivo debe mantenerse. 

Retornando, por último, a la elección que, según el libro, el país debe hacer entre el presidencialismo puro norteamericano y el semipresidencialismo francés, Sardón se inclina, como dijimos, por la primera opción, por el sistema norteamericano, principalmente porque implicaría menos cambios. La elección del presidente, por ejemplo, seguiría haciéndose cada cinco años. 

Pero hay otros rasgos, acaso menos evidentes, en los que el sistema francés se parece más a la experiencia peruana. No es casualidad, por ejemplo, que la presentación de este libro se realice un 5 de abril, fecha en la que el presidente Fujimori disolvió el Congreso peruano. La causa 

inmediata de muchos golpes en nuestra historia ha estado en el conflicto entre Ejecutivo y Legislativo. Lo que permite el sistema francés es resolver ese conflicto precisamente mediante el expediente de disolver el Congreso sin expresión de causa; pero a condición, naturalmente, de convocar a elecciones parlamentarias de manera inmediata. La disolución forma parte del sistema constitucional. Pero si en las elecciones subsecuentes el pueblo da mayoría a la oposición, ésta asume la conducción del gobierno designando a un Primer Ministro e iniciándose un periodo de cohabitación con el presidente. 

De lo que se trata es de asegurar la gobernabilidad. Y el sistema más sencillo para eso es que el gobierno tenga siempre mayoría en el Congreso. Eso es lo que garantiza el sistema francés. No así el norteamericano, en el que un presidente puede gobernar todo un periodo sin mayoría en el Congreso, debiendo entenderse con el partido opositor. 

¿Cuál de los dos sistemas es más próximo a nuestra realidad, a nuestro nivel de desarrollo político? Me parece que esa es la pregunta que queda abierta luego de la lectura de La Constitución incompleta, un libro que debería ser leído por todos los congresistas y por todos los interesados en consolidar la democracia en el Perú. Un libro que aclara y ordena estupendamente lo que hasta ahora parecía inextricable e irracional. No lo es. La razón está allí y es necesario dejar que sea. ¡Felicitaciones, José Luis!

  • 05 de septiembre del 2021

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