Berit Knudsen
Un futuro que ya no elegimos
Se busca imponer una sociedad planificada desde arriba, diseñada por expertos

La dimisión de Klaus Schwab, fundador del Foro Económico Mundial, plantea disyuntivas. Por cuatro décadas Schwab fue el rostro visible y arquitecto intelectual de un modelo de globalización tecnocrática para diseñar el futuro. Bajo su liderazgo, Davos dejó de ser un foro de diálogo para convertirse en una especie de directorio global, definiendo agendas implementadas sin participación ciudadana.
En 2016, el Foro sorprendió al publicar sus famosas “Ocho predicciones para el mundo en 2030”. No eran advertencias o escenarios alternativos, fueron afirmaciones, algunas formuladas como slogans de propaganda: “No tendrás nada y serás feliz”, “Estados Unidos ya no será la superpotencia dominante”, “Los valores sobre los que se construyó Occidente serán puestos a prueba”. Presentadas como provocaciones intelectuales que llevaron al “Gran Reseteo Mundial” de 2020, derivan en una hoja de ruta aplicada sin consulta para transformar el orden global.
Desde entonces, el mundo no ha avanzado hacia un orden más justo o equilibrado, ha retrocedido en pluralismo, soberanía nacional y libertades individuales. La pandemia ofreció la oportunidad para poner en marcha políticas que respondían a esas predicciones: control digital, restricciones de movimiento, censura de voces disidentes, trazabilidad sanitaria y plataformas mediadoras de la vida cotidiana. Se sumaron formas de gobernanza blanda: pactos climáticos, regulaciones supranacionales, planes alimentarios, monedas digitales y reformas fiscales globales.
La naturaleza misma de nuestros derechos fundamentales se transforma. La propiedad privada, garantía de autonomía personal, se diluye frente a modelos de suscripción, alquiler y dependencia digital. La familia, pilar de la sociedad libre, se redefine con marcos ideológicos, reemplazando lazos naturales por estructuras funcionales normadas por el discurso. La libertad de conciencia cede ante una vigilancia algorítmica, donde pensar distinto equivale a desinformar.
Ya no somos ciudadanos que deliberan, poseen y deciden, somos “usuarios” que aceptan condiciones de servicio. Las decisiones dejan de estar en manos de pueblos o parlamentos, pasando a comités, paneles de expertos, organismos multilaterales y plataformas que filtran lo que podemos ver, decir o cuestionar. La participación democrática busca convertirse en obediencia regulada. Todo se mide, rastrea y adapta a un ideal de eficiencia gestionado desde arriba.
La Agenda 2030, abrazada por Davos como marco operativo, no parece alcanzable, pero lejos de ser revisada, se intensifica. Ante la imposibilidad de lograr sus metas mediante el consenso, algunos gobiernos avanzan por la vía de la coerción blanda: restringiendo opciones, eliminando alternativas, consolidando discursos sobre lo que es sostenible, equitativo o inclusivo.
La renuncia de Schwab ¿Será el inicio de una corrección de rumbo reabriendo el debate democrático sobre el futuro? ¿O marcará el paso a una etapa acelerada, menos transparente y blindada del proyecto que ayudó a moldear?
La línea entre anticipar el futuro y diseñarlo como inevitable, es delgada. Cuando la visión del mañana deja de ser una hipótesis, convertida en plan normativo sin legitimidad electoral, el futuro se transforma en un programa ideológico. Lo que en 2016 se presentaba como provocación futurista, hoy se manifiesta en políticas concretas que afectan nuestra vida diaria.
En lugar de un futuro abierto, se busca imponer una sociedad planificada desde arriba, diseñada por expertos, aplicada por tecnócratas y monitoreada por algoritmos. Todo se mide, se rastrea, se decide en nombre del bien común... sin preguntar.
La verdadera pregunta, en este nuevo escenario, no es si se cumplirán las metas de la Agenda 2030. Es si, al llegar ese año, existirá el derecho de los pueblos a decir no.
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