Miguel Rodriguez Sosa

¿Terrorismo o conflicto armado interno?

Un debate interminable

¿Terrorismo o conflicto armado interno?
Miguel Rodriguez Sosa
06 de mayo del 2024


Otra vez, y ahora con referencia a la película
La piel más temida, se activa el debate sobre la naturaleza del fenómeno extendido de violencia subversiva que asoló el Perú a partir de 1980. Sobre la película hay quienes opinan que «humaniza» a los subversivos o que «romantiza» la subversión; alegaciones ociosas ante una obra de ficción, no un filme documental.

Persiste en el fondo una disputa entre dos posiciones interpretativas del fenómeno. Por un lado, la que lo reconoce –el Informe Final de la CVR– como un «conflicto armado interno» (tal se ha denominado lo que la propia CVR llama también «el período de la violencia»). Por otro lado, la que insiste en calificarlo con simpleza de «terrorismo», o con una expresión más depurada «agresión terrorista». La controversia ha devenido en un diálogo de sordos en el que los postores de la segunda posición imputan a los de la primera una complacencia que sugiere cierta complicidad con los subversivos o, cuando menos, un reconocimiento, lo que en buena cuenta es carente en absoluto de sustento.

 La disputa se ha estancado sin encontrar un espacio de razonabilidad y más bien deriva en alegaciones confusionistas por inconsistentes y contradictorias, al extremo que un alto jefe militar de las FF.AA. ha escrito que el fenómeno fue terrorismo, alegando a continuación que «la felonía académica nos quita el derecho de llamarlos por su nombre».

Casi todos en el Perú sabemos que en el Perú se desató una marejada de terrorismo, pero lo que hay que resaltar es que era una modalidad o instrumento de la subversión armada comunista, y no un fin en sí mismo. Lo que corresponde explicitar es que quienes designan el fenómeno generado por el PCP-SL como «terrorismo» están empecinados en escamotear la naturaleza sustantiva de la subversión en el Perú, con un negacionismo obtuso que los conduce con error a distinguir entre «terrorismo» y «conflicto armado interno» (con propiedad: conflicto armado no internacional), como si ambos fueran categorías excluyentes y de una misma jerarquía.

Tal diferenciación excluyente carece de asidero en las varias doctrinas jurídicas internacionales convencionalmente aceptadas. El derecho internacional humanitario (DIH) refiere como terrorismo al método de combate con el propósito de causar terror en la población (como figura en el artículo 51.2 del Protocolo Adicional I a los Convenios de Ginebra).

La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), en el numeral 12 de su Informe sobre Terrorismo y DD.HH. (2006), establece que el lenguaje del terrorismo se utiliza en una variedad de contextos y con distintos grados de formalidad, para caracterizar (…) causas o luchas, en que la causa o lucha puede estar tan marcada por la violencia terrorista que la hacen indistinguible de ésta, o en que un movimiento puede cometer actos aislados de terrorismo o emprender estrategias terroristas.

Es con este sentido totalizador que la ley penal peruana tipifica el terrorismo, en el decreto legislativo 25475, de mayo de 1992, describiéndolo como:

El que provoca, crea o mantiene un estado de zozobra, alarma o temor en la población o en un sector de ella, realiza actos contra la vida, el cuerpo, la salud, la libertad y seguridad personales o contra el patrimonio, contra la seguridad de los edificios públicos, vías o medios de comunicación o de transporte de cualquier índole, torres de energía o transmisión, instalaciones motrices o cualquier otro bien o servicio, empleando armamentos, materias o artefactos explosivos o cualquier otro medio capaz de causar estragos o grave perturbación de la tranquilidad pública o afectar las relaciones internacionales o la seguridad de la sociedad y del Estado (…).

En el mismo sentido que el decreto legislativo 046, de marzo de 1981, que fue la primera norma penal que prescribía sobre el delito de terrorismo ante las acciones del PCP-SL. Es muy significativo y relevante que el estado peruano desde 1981 haya mantenido oficialmente que el fenómeno de la subversión armada configuraba «terrorismo». Y así fue tipificado en la ley penal, obviando por completo que este término se refiere a una clase de los actos de violencia cometidos por los subversivos, con el propósito emergente de infundir terror en la población, ciertamente; lo que no refiere la finalidad de los actos de violencia que, en su conjunto no se agotaban en materializar ese propósito, pues su fin era subvertir el orden político y social, destruyéndolo para edificar uno nuevo y distinto.

La diferencia entre «terrorismo» y «conflicto armado interno» (para aliviar el debate lo daremos por sinónimo de conflicto armado no internacional) generado por la subversión es la existente entre medio y fin; el segundo refiere el tipo de conflictividad vivida como proceso, no los actos singulares de violencia causantes de terror, por más que los mismos fueran generalizados. Entre el «terrorismo» y el llamado «conflicto armado interno» hay, pues, una diferencia categorial y además sustantiva, en la que ambos términos de la violencia no resultan excluyentes.

Por consiguiente, no es razonable empeñarse en generar diferencias valorativas infranqueables entre esos mismos, como si fuesen categorías distintas de la misma jerarquía. Menos razonable es forzar la adopción de una tipificación excluyendo la otra. En el Perú lo que hubo fue una «guerra subversiva» (conflicto armado no internacional) que se distinguió por la profusión de actos terroristas cometidos.

Es lamentable que la represión de la subversión armada se haya ceñido estrictamente al tipo penal prescrito en normas legales sucesivas desde 1981, conduciendo al error de contraponer terrorismo y conflicto armado, que lo hubo y el primero como instrumento del segundo. Es lamentable porque la oficialización del vocablo «terrorismo» como descriptor del fenómeno subversivo no sólo ha confundido al medio con el fin, sino que lo ha apartado del espacio jurídico real del «conflicto armado no internacional» reduciéndolo a un extremo del derecho penal interno, a un tipo delictivo que excluye la motivación subversiva subyacente a sus actos de causar terror en la población, empleando armamentos, materias o artefactos explosivos, o cualquier otro medio. Considerado como delito el terrorismo, su represión correspondería por naturaleza de las cosas a la fuerza policial.

Que en el Perú desde 1982 hayan intervenido contra el «terrorismo» las fuerzas armadas configura una fractura, un clivaje, una marca de discordancia entre la realidad fáctica y los actores en la misma. El clivaje fue ocasionado porque a lo largo del año 1982 había arreciado la actividad armada y violenta del PCP-SL, y a octubre se registraban «791 atentados terroristas» que incluyeron el ataque a un establecimiento penal y asaltos a puestos policiales.

En esas circunstancias el presidente Belaunde –en cuyo gobierno se contraponían tesis peregrinas acerca de la naturaleza de la subversión– declaró el estado de excepción en cinco provincias del departamento de Ayacucho, una de Huancavelica y otra de Apurímac (áreas con presencia armada activa del PCP-SL) mediante el decreto supremo 068-82-IN, del 29 de diciembre, encargando el control del orden interno a las fuerzas armadas, que recibieron la orden de su jefe supremo, el presidente de la República, para sustituir en esa función a la entonces existente Guardia Civil, desde un gobierno que declinaba la autoridad civil para enfrentar el «terrorismo» reconociendo que había rebasado las capacidades de los tres institutos policiales de entonces.

Resalta que, desde el gobierno, no obstante haber misionado a las FF.AA. para restablecer el orden interno, lo que implicaba, necesariamente, combatir al PCP-SL con operaciones militares y el empleo de los sistemas de armas adecuados, se persistiera en seguir calificando el fenómeno subversivo como «terrorismo», cuando en los hechos ya había estallado como una guerra revolucionaria contra el Estado y el orden social, en el esquema de la «guerra de baja intensidad». Los subversivos eran reconocidos por las fuerzas del orden sólo como «delincuentes terroristas» obviando que su carácter de fuerza irregular comprendiera una estructura orgánica con contingentes armados y grupos de apoyo, mandos, planes operacionales y estratégicos y hasta emblemas.

La intervención de las FF.AA. en la «lucha contra el terrorismo» se inicia entonces con una inexacta y artificiosa identificación del enemigo, legalmente delincuencia armada, lo que, por un lado, solapó el desconocimiento que había en los propios institutos militares acerca de la naturaleza y propósitos del PCP-SL, y por otro, facilitó un amplio espacio de autonomía arbitraria a las fuerzas armadas en las zonas de operaciones.

El mantenimiento en el Perú de la calificación oficial de «terrorismo» –un tipo penal– ha bloqueado la opción de calificar la amenaza subversiva como un fenómeno de guerra generada desde una formación interna y formalmente irregular pero militarizada –muy distinta de una banda de forajidos– contra el Estado y sus fuerzas regulares. Hubiera sido apropiado calificar el fenómeno como un conflicto armado no internacional - CANI (o conflicto armado interno, si se quiere). Lo que la autoridad civil rechazaba por sus implicancias para la legitimidad de su poder, y que las FF.AA. rechazaban por su renuencia corporativa y despectiva a valorar como «enemigos de guerra» a los subversivos. Las posiciones de ambos, gobierno y FF.AA., incurrieron desde el principio en el error que no ha sido en ningún momento corregido oficialmente.

 

Ese error ha tenido una consecuencia extremadamente gravitante derivada de la discordancia, el clivaje, entre la visión estatal del fenómeno subversivo y su real naturaleza. La fractura causada por haber mantenido las operaciones militares bajo el paradigma del Derecho Internacional de los Derechos Humanos (DIDH), cuando lo que correspondía –aceptando el caso objetivo de la guerra revolucionaria– era definir las operaciones militares como ocurrencias en el marco del «derecho de la guerra», el Derecho Internacional Humanitario (DIH), en el cual eventuales resultados de operaciones militares considerados «daños colaterales» se justifican por el logro de los objetivos operacionales. Este paradigma hubiera además ahorrado a efectivos de las FF.AA. centenas de denuncias y persecuciones judiciales por violación de los derechos humanos.

 

Paradójicamente, resalta que la calificación como conflicto armado interno al proceso subversivo haya sido utilizado por la Comisión de la Verdad (CVR) en aquellos documentos donde otorga categoría jurídica al «período de la violencia» como también lo llama. Es una paradoja cruel que la CVR, expresamente enemiga de lo que ha calificado con execración como «militarización del conflicto» a la intervención de las FF.AA., se remita al DIDH para presentar en su Informe Final como delitos de lesa humanidad a la eliminación por abatimiento de elementos subversivos en el escenario de enfrentamientos armados en los cuales, por su naturaleza, usar la fuerza letal contra el enemigo, con su propósito subsecuente, debía ser perfectamente lícito. Mientras que, en el Estado, en ningún momento documentos oficiales han reconocido la situación de conflicto armado interno, facilitando imputaciones penales contra efectivos militares, por violación de los derechos humanos en operaciones.

Desde 1980 y en adelante, todos los gobiernos del Perú han seguido calificando al fenómeno como terrorismo. Este factor de continuidad lastró entonces, como lo hace en el presente, el combate de la subversión, que sigue manifestándose en el espacio opaco de ser considerado, de manera incongruente, un fenómeno criminal y subversivo a la vez, pero reprimido por la ley penal que constriñe reconocer oficialmente su carácter de guerra revolucionaria empeñada por una fuerza armada irregular. Pero con todos los signos distintivos señalados en el Protocolo Adicional II a los Convenios de Ginebra (Art. 3 común) que se refiere a los conflictos armados no internacionales que se desarrollen en el territorio entre sus FF.AA. y grupos armados organizados que, bajo la dirección de un mando responsable, que ejerzan sobre una parte de dicho territorio un control tal que les permita realizar operaciones militares sostenidas y concertadas. Eso ocurrió en el Perú con unidades guerrilleras del PCP-SL.

Porque es inobjetable que el PCP-SL en su actividad subversiva armada consiguió organizar el llamado «Ejército Guerrillero Popular» compuesto por contingentes encuadrados, con estructura de mandos y de apoyos, al extremo de comprender en áreas rurales dos escalones: la fuerza de combatientes y las milicias, habiendo conseguido por tiempos variables pero en años ejercer «un control tal» en partes del territorio nacional que le permitía someter a poblaciones de esas zonas, coercitivamente o con empleo de violencia activa (y letal), y controlar las actividades sociales y económicas, tanto como expulsar autoridades estatales, sustituir autoridades locales e imponer un «nuevo poder popular».

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PS. Este artículo es un extracto de mi libro La otra memoria (2023).

Miguel Rodriguez Sosa
06 de mayo del 2024

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