Manuel Gago
Representación parlamentaria que da vergüenza
Pedro Castillo no ha desaparecido, sigue vigente

El Congreso de la República se desprestigia solo. Congresistas buenos y malos, culpables e inocentes, cargan con los –por llamarlos de alguna manera– despropósitos de sus colegas. El hedor de las manzanas podridas contagia al resto, ocasionando descontento popular. Los intentos aislados para hacer las cosas bien y cambiar la imagen de la institución –el primer poder del Estado– son agujas en un pajar. Es la democracia, el voto en comisiones y en el pleno, las componendas y arreglos entre unos cuantos, lo que decide qué va, qué espera y qué se archiva.
Las recientes votaciones son a todas luces una vergüenza brutal. Nunca debieron elegir a un Defensor del Pueblo sin los méritos para ocupar el cargo. Sólo excongresista del humalismo; y para redondear su perfil, ex abogado de Vladimir Cerrón, principal organizador de la frustrada insurgencia después del fracaso del golpe de Estado de Castillo. El elegido, Josué Gutiérrez, hunde más la prestancia que debería tener la Defensoría del Pueblo, instituida por Alberto Fujimori con el propósito de modernizar el Estado, acercando las aspiraciones de la población a las autoridades. Jorge Santisteban, el primer Defensor, dejó una valla no superada por sus sucesores.
Claro que sí, Fuerza Popular tiene responsabilidad por la elección equivocada. La postergación de la elección no hubiera sido ni la primera ni la última. Sabiendo que la elección era un salto al vacío, continuaron adelante. Se hubiera regresado a fojas cero para comenzar de nuevo, inclusive recomponiendo la comisión encargada de evaluar a los candidatos. No es posible que personajes como Gutiérrez lleguen al final de la contienda.
Al Gobierno de Dina Boluarte no le cayó bien el voto del Congreso. En esta ocasión, muy polite el primer ministro, Alberto Otárola dijo que esperaban “un abanico más grande de posibilidades”. Y tiene razón. Las fuerzas democráticas en el Congreso fueron burladas por el comunismo. Más adelante Gutiérrez señalará “que una exhaustiva investigación concluye que Dina Boluarte, las Fuerzas Armadas y Policía Nacional son culpables de la muerte de 60 pobladores durante las protestas contra el Gobierno usurpador”. El extremismo ya tiene quien abogue por él de manera institucional. Castillo, el protagonista principal de los affaires de Sarratea sigue vigente, no está desaparecido del acontecer político.
¿Qué hacer para evitar que los extremistas, izquierdistas y progresistas aprovechen los instrumentos democráticos para subvertir el orden democrático? En primer lugar fortalecer los partidos políticos. Para esto, los ciudadanos deben volver a militar, inscribirse en agrupaciones con idearios, doctrina y ruta política definida. Cerrarle el paso a los partidos improvisados de propiedad de gente mafiosa, con intereses personales, corrupta y cuestionada. Esto último es el caso de Martín Vizcarra, investigado por recibir coimas cuando era presidente regional de Moquegua y culpable –qué duda cabe– de las 200,000 muertes por Covid. Pero no. Las firmas en los planillones de inscripción de partidos seguirán comprándose.
Asimismo, para mejorar la administración pública y, en general el desenvolvimiento de la sociedad, se debe formar desde niños a ciudadanos responsables de sus actos. Y también afianzar la personalidad, inducir a la reflexión constante y, sobre todo, inculcar la defensa de ideales, para evitar una sociedad de veletas que ayer aplaudieron a rabiar a Fujimori, Toledo, García, Vizcarra y Castillo para después vivar al personaje de moda. Empero, ¿quién formará a esos niños si, por lo que se ve, desde el colegio y casa la inmundicia arrasa con la sociedad?
La representación parlamentaria es pésima, en su mayor parte, y empeorará mientras no se acabe la temporada de outsiders, que le cuesta demasiado caro al país. Partidos precarios como los de Acuña y Luna, y movimientos regionales similares, no se hacen cargo de los dichos y hechos de su militancia, porque además estos migran de un lugar a otro sin ningún pudor.
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