Javier Valle Riestra
Los Derechos Humanos y el juez Borea
Un dramático episodio en la vida del nuevo juez de la CIDH
I
Escribo este artículo, luego de haber conocido la noticia de que Alberto Borea Odría, mi compañero de escaño en el Senado entre 1990 y 1992, ha sido elegido como juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos; órgano supremo de justicia supranacional del continente americano, al cual el Estado peruano está sometido a su jurisdicción para siempre. Lo felicito y auguro que Borea en su nuevo rol de juez será una garantía para la vigencia de los Derechos Humanos (DD.HH.), porque él sí ha sufrido persecución por defender la libertad, la democracia y los DD.HH. No me ocuparé de su notable biografía, pero bastará un ejemplo para conocer su espíritu libertario y de defensa de los DDHH.
II
Si algo creo haber legado para el futuro es el hecho de que impulsé, como miembro de la Asamblea Constituyente de 1978-1979, la aprobación, en todas sus cláusulas, la Convención Americana de Derechos Humanos o Pacto de San José de Costa Rica, “incluyendo sus artículos 45 y 62 referidos a la competencia de la Comisión Interamericana y de la Corte Interamericana de Derechos Humanos”. No fue fácil. A la derecha, el internacionalista Andrés Aramburu Menchaca (PPC) se opuso a capa y espada, alegando que no era propio de la Asamblea ratificar tratados, sino que eso pertenecía al Poder Ejecutivo. Olvidó que esa Asamblea era un poder constituyente y, por lo tanto, omnímodo, plenipotenciario, ilimitado, en que la Nación en estado primigenio regula la estructura estatal. No era un parlamento ordinario. A la izquierda, Jorge del Prado, asambleísta y secretario general del Partido Comunista, se oponía porque desconfiaba de la OEA pretextándolo como un ente al servicio del imperialismo yanqui. La dictadura militar se atrevió a vetar ese extremo de la Constitución de 1979, singularmente su cláusula XVI. Ignoraban sus asesores que el poder constituido no puede observar lo dispuesto por el Poder Constituyente, al que está subordinado. Además, era un poder constituido de facto... y castrense.
III
Pero en el Perú las persecuciones son de tal magnitud que una misma denuncia ante la fiscalía puede ser presentada tantas veces como sea posible, hasta que lo acepten, generándose un acoso por demás inquisitorial contra el denunciado, quien termina en la condición de constante investigado, hecho que atenta contra el derecho a la paz y a la tranquilidad, consagrados en normas nacionales y supranacionales. Es bien sabido que las investigaciones del Ministerio Público no constituyen cosa decidida. No son concluyentes. Pero el espíritu querulante que vivimos con repetidas y constantes denuncias mantienen en permanente estado de sospecha a los investigados. Un ejemplo de ello fue el que padeció, en 1992, Alberto Borea, entonces exiliado como catedrático en Costa Rica, por su intervención en el derecho de insurgencia del 13 de noviembre de 1992. Su libertad estaba en riesgo si retornaba al Perú. Era perseguido por la Fiscal Flor de María Mayta en virtud de una investigación que no tenía cuando concluir y que ponía en permanente estado de sospecha al catedrático. En efecto, el 13 de noviembre de 1992 fueron arrestados cuatro generales y varios oficiales acusados de tentativa de rebelión militar para derrocar al gobierno constituido de facto el 5 de abril de 1992. Borea asumió la defensa del General de División Jaime Salinas Sedó, sindicado jefe del intento. En diciembre de aquel año, fue destituido del cargo de defensor de Salinas; coetáneamente, la Fiscal ad-hoc Flor de María Mayta inició, por orden de la Fiscal de la Nación, una pesquisa contra los civiles presuntamente comprometidos en tales actos. Citaba a Borea bajo diversos apercibimientos.
Como el 3 de septiembre de 1993 continuaba la investigación fiscal, pese a que el proceso militar ya había concluido por sentencia firme en marzo de 1993 y en mayo parte de los condenados fueron indultados, interpuse una acción de habeas corpus preventivo en pro de Alberto Borea porque la Fiscal ad-hoc mantenía una averiguación inacabable en su contra. Con aquella sentencia favorable del habeas corpus --del hoy juez supranacional Alberto Borea-- se incorporaba para la jurisprudencia peruana, por primera vez, el habeas corpus por amenaza a la libertad y el principio por el cual nadie puede estar sometido a permanente sospecha; es decir, no se puede estar investigado indefinidamente. El drama fue que la sentencia se revocó en segunda instancia, pero planteamos un recurso ante la Corte Suprema (HC.14-1994) y esa última instancia ratificó el fallo del Juez Herrera Casina con el cual se ordenó a la fiscalía: “(…) que la emplazada proceda a dar por concluida la investigación preliminar aludida, cesando toda amenaza contra la libertad del accionante respecto de los sucesos ocurridos el trece de noviembre de 1992”. Se recogía así la jurisprudencia argentina –que invocamos en el habeas corpus— de los casos Macía Francisco y Gassol Ventura (1928) sobre amenaza de la libertad por una orden o un procedimiento que tienda a restringirla, así como del caso Mattei (1968) sobre el plazo razonable y el derecho de toda persona a liberarse del estado de sospecha mediante una sentencia que defina, para siempre, su situación frente a la ley penal.
Tal vez hemos perdido al polemista senador Borea, pero estoy seguro que hemos ganado un Juez garantista de los Derechos Humanos.
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