Juan Carlos Llosa
La identidad de “Felipe”: un misterio por resolver
Sobre los héroes de la Batalla del Alto de la Alianza
En estos días se han cumplido 138 años de la inmolación de miles de peruanos y bolivianos quienes, a órdenes del general Narciso Campero, defendieron el suelo patrio en la Batalla de Tacna (o del Alto de la Alianza), que tuvo lugar el 26 de mayo de 1880. Uno de los héroes de la jornada fue el teniente coronel Carlos Llosa y Llosa, natural de Arequipa y oficial de carrera del Ejército del Perú de 31 años.
Al entrar en combate en las pampas tacneñas, Carlos Llosa ocupaba el puesto de comandante del Batallón Zepita. Esa unidad, y el batallón Cazadores del Misti, al mando del también arequipeño Sebastián Luna —caído en la lucha— conformaron la Segunda División del Ejército aliado, que lideraba el entonces coronel Andrés A. Cáceres.
El Alto de la Alianza fue, en mi modesta opinión, una batalla decisiva por sus repercusiones en el nivel estratégico en la llamada Guerra del Guano y del Salitre. Sus resultados adversos definieron la suerte de nuestras armas en la guerra. Arribo a esta conclusión partiendo de una apreciación que considera que “la guerra ha de estudiarse con alto concepto humano; sin dejarse influenciar por el amor propio, ni por el color de las banderas”, como bien señala el general de brigada Carlos Dellepiane, en su Historia Militar del Perú (Tomo II, pg . 288). Una obra de características singulares en la historiografía nacional, y que fuera elogiada en su momento por quien estimo que ha sido el más erudito de los historiadores peruanos, don José de la Riva Agüero y Osma.
Llosa fue abatido por el fuego enemigo que lo desmontó, según consigna Cáceres en sus memorias, luego de liderar una carga bravísima y mortífera que hizo retroceder la embestida del batallón Coquimbo.
Aquel ataque de nuestras fuerzas es narrado por Guillermo Thorndike en su clásico Vienen los chilenos (1978, pg. 334), en el que también cita el parte del cirujano Plácido Garrido Mendivil, jefe de la 2ª ambulancia civil de la Cruz Roja peruana (publicado entre otros, en la recopilación de documentos de Ahumada y Moreno) y que a la letra dice: “Tocamos con la línea del ejército chileno, encontrándonos entre los cadáveres y heridos del batallón Coquimbo. Debo hacer constar, para gloria del Batallón Zepita y de la Nación, que sus soldados estaban mezclados una cuadra adentro del terreno ocupado por el Coquimbo, con los heridos y muerto de éste. A la cabeza de los suyos, el comandante Llosa y junto a él, su ayudante, el capitán Chacón”.
Desde muy niño escuché hablar del comandante Llosa a mi abuelo, capitán de navío submarinista y profesor de las Escuelas Superiores de Guerra de la Armada y del Ejército; y a su vez, hijo, nieto y bisnieto de coroneles arequipeños, y quien en su escritorio lucía un antiguo retrato del héroe que hoy conservo. Por él supe que varios de los primos de Carlos combatieron en diferentes acciones durante la Guerra del Guano y del Salitre —desde Tarapacá hasta La Breña—, como el coronel Máximo Abril y Llosa —primo hermano del comandante del Zepita—, que ofrendó su vida en la Batalla de Miraflores. O el coronel José Gabriel Chariarse Llosa, otro de sus primos que, siendo comandante del Batallón Paucarpata, murió heroicamente en la Batalla de San Juan.
Carlos Llosa y Llosa, perteneció a la quinta generación de la familia que fundó en Arequipa, en 1703, don Juan de la Llosa y Llaguno, natural de Vizcaya y maestre de campo; es decir, jefe superior de la milicia que comandaba un tercio del rey de España. Cabe anotar aquí que aquella famosa unidad fue similar en magnitud a los regimientos de la Europa occidental que lideraba un coronel, quien era, a su vez, su comandante y propietario. El regimiento constituyó la base de los ejércitos absolutistas de la Edad Moderna, como lo fueron las mesnadas en los tiempos de los señores feudales. Este tipo de organización, inconexa con sus pares y con disímiles motivaciones para la lucha, sería derrotada en las guerras napoleónicas por los ejércitos de ciudadanos del Gran Corso, como sostiene el historiador inglés John Keegan en su indispensable Historia de la Guerra.
Recientemente la arqueóloga Milena Vega-Centeno, luego de una importante investigación, ha concluido que el cuerpo de un oficial peruano hallado en el 2015 cerca de dos cadáveres de soldados bolivianos —ya repatriados— en el campo de la Alianza y al que, inicialmente se le dio el nombre de Felipe, corresponde al del comandante del Zepita.
Antes de referirme al párrafo anterior, debo señalar que las investigaciones arqueológicas en los campos de batalla, que después de la lucha se convierten en camposantos donde yacen los restos de quienes murieron en defensa de sus banderas, cualquiera sea su nacionalidad, son de gran valía para la historia militar. Sus resultados ayudan a comprender las características de los enfrentamientos de otras épocas, las maniobras, tácticas, características de las armas, uniformes y, lo que para mí es lo más relevante, los testimonios humanos plasmados en la correspondencia privada, además de otros documentos que suelen hallarse en poder de los combatientes enterrados en el mismo campo de batalla. En esta actividad hay que destacar la labor de la Brigada Naval Combatientes del Pacífico conformada por peruanos civiles y militares, estudiosos de la guerra del Pacífico, por su iniciativa y aporte de muchos años.
En el citado trabajo se han dado a conocer algunos detalles, como la inspección en el antiguo cementerio de La Apacheta de Arequipa, del mausoleo de la Familia Llosa Benavides, que formaron el brigadier realista (general de brigada) Mariano Bruno de la Llosa y Zegarra y María Antonia Benavides y Bustamante (abuelos de Carlos Llosa), casados en la Iglesia del Sagrario de Arequipa el 19 de abril de 1794, donde existe una inscripción alusiva a su inmolación en el Alto de la Alianza. En aquel lugar pudo haber sido enterrado Carlos Llosa, o en otro espacio de ese camposanto. Hay que considerar de igual modo que los hermanos Llosa Benavides y sus hijos fueron varios, y muchos de ellos oficiales del Ejército, cuyos restos podrían haber tenido su último destino. En todo caso, los registros del cementerio constituyen un valioso apoyo para esclarecer el asunto.
Hasta donde tengo conocimiento, Carlos Llosa no tuvo hijos y sus más cercanos parientes fueron los hijos de su hermana María Emilia Llosa y Llosa, que se casó con su primo hermano Luis Llosa y Abril, hermano de mi tatarabuelo. Como descendiente colateral y miembro de las FF.AA. es mi único interés que se demuestre fehacientemente la identidad del cadáver, y esto pasa por precisiones genéticas inequívocas, verificación de registros en los cementerios existentes de la época —tanto en Arequipa como en Mollendo o incluso Tacna— así como descartar versiones nada desdeñables como la recogida por el diario La Bolsa de Arequipa, que en su edición del 18 de diciembre de 1890 señala que los restos de Carlos Llosa fueron recibidos en Mollendo y luego llevados a Arequipa, donde se honró su memoria.
Por otra parte, existen algunos detalles que pueden generar escepticismos como el lugar donde fue hallado el cuerpo de “Felipe” con relación al desplazamiento del Zepita durante la batalla, o plantarse algunos interrogantes como el siguiente: ¿por qué ese cuerpo pertenecería a Llosa y no al capitán Luis Chacón, considerando que el doctor Garrido vio muerto a este último muy cerca de su comandante? O detalles muy relevantes, como el calzado con el cual fue hallado el oficial, el cual tengo entendido no correspondía a las botas de montar que debió usar el comandante del Zepita de esa batalla trascendental.
Pero lo que parece ser más contundente es un informe de fecha 1 de julio de 1890, presentado por los miembros de una comisión encargada de trasladar los restos de los peruanos muertos en la batalla de Tacna. En este documento se comunica al presidente de la comisión referida, que “han sido hallados los restos del teniente coronel Carlos Llosa en el campo de batalla, los reconocimos y autentificamos y que quedaron en Tacna para ser remitidos a Arequipa por disposición de su familia”.
Aparentemente ese envió se concretó meses más tarde, tal como lo recoge la nota de La Bolsa ya referida. Finalmente, los restos habrían sido enterrados en La Apacheta, en una “caja de zinc” luego de ser incinerados por los integrantes de la comisión. Probablemente, esa sea la razón por la que no se ha podido encontrar el cuerpo de Carlos Llosa en el mausoleo de sus abuelos, los Llosa Benavides, padres del tatarabuelo de quien escribe estas líneas.
De comprobarse la identidad de los restos por la evidencia científica y, hecho el reconocimiento legal que entiendo debería darse, su destino final tiene que ser la Cripta de los Héroes del Cementerio Presbítero Maestro, sea estos de Carlos Llosa o simplemente de “Felipe”.
En todo caso, sirvan estas líneas como modesto homenaje a la memoria del teniente coronel Carlos Llosa y Llosa, “muerto el lejano atardecer del 26 de mayo de 1880, durante la batalla del Alto de la Alianza, combatiendo sobre terreno a donde solo llegan los verdaderos héroes y valientes”.
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