César Félix Sánchez
Elogio de Lima
La ciudad capital cumple hoy 487 años

No es una costumbre reciente el denostar a Lima. Sin embargo, a raíz de la última elección, el antilimeñismo ha crecido exponencialmente en las redes sociales. Claro está que cuando uno rastrea los orígenes de los más furibundos antilimeños descubre que casi en su totalidad se trata de personas que respiran el aire húmedo y marino de esta capital con total impunidad. Muchos, incluso, son de origen absolutamente mazamorrero y no faltan quienes, como Susana Villarán de la Puente, por ejemplo, pueden remontar sus orígenes familiares hasta Nicolás de Ribera el viejo. Es más, si hubiera ahora un Palais Concert, probablemente la consigna de los esnobs actuales sería Lima no es el Perú¸ repetida con toda la frivolidad –pero sin tanto ingenio– de la vieja boutade contraria, ya casi centenaria, del iqueño Valdelomar.
Lima no es el Perú, pero nunca antes en su historia fue más parecida a él. Nunca antes fue tan vibrantemente peruana. Entre la ciudad de los años cincuenta, llena de verdor, fácil y alegre, difamada por Salazar Bondy, y la populosa, masificada, desvencijada y absolutamente lacerada pero resistiéndose a morir de los años ochenta y noventa, la ciudad de la década de 2010-2019 alcanzó un equilibrio, expresado en una placidez inédita y una vida cultural incomparable, un estado en algo semejante al bequem vienés de las épocas crepusculares de Francisco José. Porque, tanto antes como ahora, Lima posee ese calor entrañable que ofrecen las ciudades que han sido cortes imperiales.
Como arequipeño chauvinista y rabioso de origen ancestral y residencia perpetua en la ciudad volcánica, que no ha sucumbido a la atracción irresistible que ejerce la capital entre los de las provincias, creo estar autorizado para decir lo siguiente: Lima me encanta y fascina. No tengo empacho en confesarlo a gritos, si fuera menester; ni en repetir, asimismo, ese viejo versillo quizás tradicional que alguna vez encontré en La Guerra Gaucha de Lugones: «Lima / quien no te ve / no te estima».
Augusto Elmore, limeñísimo, nunca dejaba de sorprenderse de la fascinación que ejercía el nublado perpetuo de la capital sobre su amigo arequipeño Enrique Chirinos Soto. Le parecía hasta cierto punto inexplicable. Pero para Chirinos Soto, aplastado por el sol perenne de Arequipa, el cielo cubierto le traía el recuerdo de las épocas lluviosas, que coinciden en la sierra con las vacaciones de verano y la navidad. Para un arequipeño venir a Lima y encontrar esa atmósfera feérica, irreal, fresca y blanca, que lo envuelve todo, era sentirse un nefelibata, un habitante de las nubes en asueto perpetuo, camino al gozo contemplativo de la Cándida Rosa dantesca.
Otra razón para amar a Lima era su extraordinario capital humano, particularmente en un sector bastante acotado de la especie, en palabras de la limeña paradigmática Alicia Maguiña: «la flor de esta Lima virreinal / fue la limeña de ingenio en el hablar». Ya Flora Tristán se dio cuenta en 1834 de la patente superioridad de las mujeres limeñas sobre sus contrapartes masculinos. En los famosos cuadros limeños de Moritz Rugendas, el punto central es siempre el grupo de tapadas, cuya representación es quizás el aspecto donde el pintor alemán alcanza su mayor genialidad: a partir de la sugerencia y la sutileza, revelar la belleza femenina como ningún otro contemporáneo suyo. De más está decir que el objeto de su inspiración –la limeña– estaba muy a la altura. Su ethos, ese saber-llevarse, su gesto, la hacía –y la hace– junto con su cálido e agudo ingenium barroco y su facilidad de palabra, incomparable en cuanto exhibe un atractivo que va más allá de lo físico. «Alma de tradición», diría Augusto Polo Campos.
El humor limeño es también digno de mención: un uso eximio de la ironía y de las figuras de pensamiento, pero que no desdeña figuras de dicción como el retruécano o el calambur. Desde Segura, Pardo y Aliaga, Palma y el Murciélago hasta Pataclaun y los TTT de los primeros años de este siglo. En ese sentido, es un punto intermedio entre el humor puramente irónico y de pensamiento de los porteños, de los ingleses o de los askenazíes –que posee altos grados de amargura– y de tradiciones humorísticas más rurales y cálidas, que hacen uso más de recursos sonoros o sintácticos, como nuestro humor serrano, por ejemplo, que, sea sicalíptico o ingenuo, no pasa de la hipérbole y de la onomatopeya. Así, la ironía limeña es cálida y a veces se confunde con el piropo. Pero es casi siempre un insulto amable, si cabe el oxímoron, que cuando es dicho por la boca aterciopelada de una limeña acaba elevando el corazón más que cualquier elogio corriente.
Alguien podría intentar refutar mi limeñofilia de la siguiente manera: «Pero ¿cómo un integrista puritano como tú puede manifestar tanto entusiasmo por la llamada Sodoma del Pacífico? ¿No sería mejor que la censures, como lo hicieron sensibilidades aristocráticas como el medio arequipeño González Prada o el cusqueño José Gabriel Condorcanqui, hastiados no solo de la ligereza de costumbres de sus habitantes sino también de su proverbial sibaritismo gastronómico? (Túpac Amaru II decía en carta al padre Josef Paredes, probablemente otro sureño amargado, que los limeños eran buenos solo «para matar semitas (pasteles de choclo) y engullir mazmarros (mazamorras)».
Y aunque no he tenido ocasión de experimentar personalmente ese libertinaje, Deo gratias, si uno se remonta a Esteban de Terralla y Landa, entre otros, puede llegar a la conclusión de que sí, en efecto, en Lima las costumbres contra sextum exhibían desde siglos atrás un grado de libertad que en otras regiones del país, como Arequipa, por ejemplo, hubieran llevado a lapidaciones hasta hace no mucho. Pero también es cierto que Lima tiene una dimensión sacral, una riqueza arquitectónica católica y una historia religiosa repleta de grandezas incomparables en el hemisferio. No por nada fue la tierra donde florecieron casi exclusivamente los santos peruanos, que eran también, en sus dichos y gestos, limeñísimos. Véase si no las biografía de Martín de Porras e Isabel Flores de Oliva, en las que el ingenio y la cundería no están ausentes, ni aun en los momentos de obrar milagros.
Cabe señalar que, hasta antes del COVID y de la demolición de la arquidiócesis por parte de monseñor Carlos Castillo Mattasoglio, era más fácil conseguir una buena confesión y una buena misa tridentina en Lima que en cualquier otro lugar del país. Además, el purísimo sur del país, que se esmera por exhibir externamente su corrección farisaica, vota cotidianamente por la izquierda sociopática que busca imponer agendas más inmorales –por universales– que las picardías tradicionales de los habitantes de la capital que, por el contrario, tienden a votar más conservadora y cristianamente.
Podría escribir mucho más de las grandezas y bellezas de Lima. Desde la masa de hojaldre que, por la humedad del clima, alcanza allí cotas de perfección, hasta el aroma del jazmín en flor y la vastedad y hermosura de sus parques que, para alguien como yo, que viene de un lugar en donde, gracias a los alcaldes y a las inmobiliarias, los árboles parecen estar en peligro de extinción, son más que sublimes. He de confesar que, en ocasiones, poco me ha faltado para caer rendido de amor ante algún olivo o ciprés limeño, como Jerjes ante su árbol de plátano.
¡Un feliz aniversario a la tres veces coronada villa, ciudad de los Reyes, cuna de Santa Rosa y de San Martín y cabeza perpetua del reino del Perú!
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