Cecilia Bákula
El odio como equivocada conducta social
La mezquindad frente a los logros del gobierno de Alberto Fujimori
El país ha asistido a unos días de manifestaciones de intenso dolor que, lamentablemente, se mezclaron con expresiones destempladas de odio y rencor vinculadas a la persona de Alberto Fujimori, fallecido recientemente. Podría uno aceptar que haya desavenencias y hasta opiniones contradictorias respecto a lo que sus partidarios han expresado, pero mezquino es no reconocer que, en su primer momento, aportó estabilidad y firmeza al país. Esa firmeza es precisamente la que reclamamos hoy, pues vemos a un gobierno timorato que decide contra corriente y que avala inversiones abruptas, innecesarias, inoportunas y desmedidas como es el caso del salvataje de Petroperú, parece no dar la talla.
Quizá es esa precisa certeza que tienen los que apoyaron a este gobierno desde sus inicios –les guste o no que se lo digan– lo que no les permite aceptar una histórica realidad de que hubo un momento, en manos de Fujimori, que el Perú debe recordar con admiración y respeto. Tampoco se trata de dar un cheque en blanco para señalar que toda su historia política fue positiva, pero la mezquindad y ceguera, la visión obtusa, no les permite apreciar que en la vida no todo es bueno o malo; blanco o negro y que Fujimori no solo caló en el pueblo, sino que se atrevió a medidas que hoy deberían repetirse.
Sería bueno analizar, aunque fuera someramente, la razón de ese odio viceral que ha llegado a ofender al dolor de una familia hundida en la tristeza y creo que se debe a que, en su momento, puso mano dura al terrorismo y es ese veneno que solapadamente quiere revivir, el que se resiste a aceptar que, a los cabecillas de entonces los dominó y que ha sido el intento más serio por acabar con el terrorismo en el país y, en su momento, fue la mano conductora que el país requería. No pretendo hacer un juicio moral ni una exaltación de su gobierno, pero comprendo que hoy, su muerte enluta a muchos de ciudadanos y al mismo tiempo despierta en los que odian al país, un sentimiento de revancha porque no lograron destruir –del todo– la institucionalidad ni el destino libre y siempre firme del Perú.
Y no solo se han expresado con vulgaridad y atrevimiento, sino que han mandado a voceros a que griten y a que insulten; todo ello más que innecesario porque el amor de un pueblo a quien considera su líder, no se aplaca con gritos; ello lo acrecienta. Pienso en este momento en el dolor que sintió la familia del presidente García y todos sus seguidores, compañeros apristas y personas que reconocieron que su segundo gobierno, no solo enmendó los errores, sino que condujo al país a niveles de crecimiento indispensable. No obstante, el poder insano de un sector de la justicia no cesa de atentar contra él, a pesar de haber muerto hace cinco años y los vivos, sindicados o culpables, gozan de una curiosa y feliz inmunidad.
Fujimori vivió la tragedia de una larga carcelería y la inconstitucional actitud de revertir un indulto presidencial y, esa injusticia patente y legalmente inmoral no hace más que motivar en los odiadores, un reclamo que pareciera ser infinito. Porque ellos, los que odian y gritan, no han asumido la inmensa responsabilidad de gobernar que mucho más allá de la parafernalia con la que se adorna el poder, es una pesada y casi eterna cruz, salvo en casos como el que vivimos, en el que gobernar es un momento de placer y lujo, de lejanía y desorden y ante ello, no se escuchan los gritos destemplados que hemos escuchado en los últimos días.
El odio debe acabar como hay que poner fin a la mezquindad de entraña, que hace que se vocifere con el deseo de lanzar un veneno que terminará por corromper del todo a ese sector de la población, que se siente capaz de juzgar y de aniquilar honras y recuerdos. La madurez debe mostrarse en otras actitudes que construyen y acercan y no puedo menos que admirar las expresiones de algunos apristas que si bien podrían no olvidar lo que sufrió García durante el fujimorato, son capaces de perdonar y de acercarse a acompañar en el dolor a una familia y a un pueblo, y pensar aunque ahora pueda parecer imposible, que el Perú irá a un mejor destino trabajando en unión más que con despecho y discordia.
No puedo imaginarme qué habría sido del Perú si Alberto Fujimori no hubiera ganado las elecciones; solo sé que, en su momento, cumplió un papel histórico incuestionable, que ordenó la economía y mostró al país la necesidad de que los gobernantes asuman con valor el reto que aceptan y la responsabilidad que el pueblo les entrega. Nunca todo es perfecto, pero desconocer lo bueno es de almas pequeñas, de espíritus miserables.
Hoy queremos acompañar a la familia y a ese pueblo doliente que despidió a su líder entre muestras de gran cariño y pensar que la reconciliación nacional es el único camino para minimizar y eliminar las divisiones que existen. La historia le dará el papel que él supo labrarse y habrá también un recuerdo de desprecio para quienes hacen del odio una manera muy equivocada de actuar.
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