Manuel Gago

Alan no ha muerto

Mueren quienes no son recordados

Alan no ha muerto
Manuel Gago
21 de abril del 2019

 

Con la trágica muerte de Alan García se comprueba la baja estatura de la sociedad peruana y la falta de interiorización de conceptos relacionados con la dignidad y el honor en las personas. El salto de la pobreza al bienestar, logrados en los últimos veinte años, no ha hecho que la población incorpore valores humanos por encima de los bienes materiales. Los peruanos no estamos ambicionando mucho más que almacenes repletos de mercancías listas para ser comercializadas. Las manifestaciones cargadas de irracionalidades, odios y resentimientos nos describen como un país estancado, sin evolución, sin desarrollo humano.

Aquí las piedras se arrojan cuando la masa cubre al atrevido, cuando la veleta indica la dirección del viento. Aquí no se incorpora al distinto. El honor y la dignidad no son amamantados. Los ejemplos universales de coraje tampoco sirven para conmocionar: los espartanos, que fueron a la guerra sabiendo que iban a morir por defender a su nación; los kamikazes que usaron su propio cuerpo como la última de sus armas; Sócrates, quien escogió beber cicuta antes de ser vejado por los operadores de la justicia de su tiempo, que también falsificaban la verdad.

La inmolación de Mohamed Bouazizi, en una plaza de Túnez, en 2011, es uno de los más recientes actos de valentía. El joven ambulante, después de haber sido constantemente hostigado por la policía, decidió prenderse fuego para llamar la atención por la humillación sufrida y por la incautación de su pobre mercadería. Acto público que desencadenó multitudinarias protestas que culminaron con la caída de las dictaduras del norte de África durante la denominada “primavera árabe”. En este contexto, la decisión de García, de dejar su cadáver como una señal de desprecio a sus adversarios, tiene un inmenso valor político, debatible como todo acto humano.

La desdicha de Alan es haber sido un personaje encantador en un país repleto de envidiosos, resentidos y mediocres; donde los rumores maliciosos conducen a los inocentes a la cárcel; donde se condena el éxito del otro. García fue el chivo expiatorio de todos los actos de corrupción del caso Lava Jato, y señalado como si fuera el culpable de todas las fatalidades nacionales ocurridas desde su primer mandato como presidente, entre 1985 y 1990.

En este escenario de sufrimientos, al fiscal Henry Amenábar —encargado del allanamiento de la casa de García y de su detención— no le importó la grave situación del ex presidente. Pese a que ya no correspondía —porque con la muerte de García, su propiedad es de los herederos— el fiscal continuó con su labor de rebuscar en la vivienda del ex presidente, sin respetar la muerte, sin sentir afectación como si fuera inmune al dolor. Con este de acto de perversión y desviación humana, los fiscales que conforman el equipo Lava Jato del Ministerio Público dejan constancia al país de su insignificante talla humana. La misma estatura que nos deja la Policía Nacional, que intentó encadenar a Pedro Pablo Kuczynski en la cama de la clínica donde es tratado por su delicada condición física.

Alfredo Barnechea, ex candidato presidencial por Acción Popular (AP), colocó las cosas en el contexto debido. Señaló con firmeza que los responsables de la muerte de Alan García son el Ejecutivo y el sector Justicia del país. “Una mafia judicial en contubernio con el Gobierno”, dijo. Barnechea recoge el sentir de la población. La gente ha comenzado a entender que, por popularidad y para proteger intereses políticos y económicos vinculados al caso Odebrecht, se organizó una supuesta lucha anticorrupción con el fin de silenciar y culpar a los opositores del actual Gobierno. En esta confabulación participa la gran prensa tradicional con sus portadas y sus titulares, instigando a la población en contra del aprismo y del fujimorismo, opositores de Martín Vizcarra. Prensa que, además, cobra millones de soles por publicidad estatal.

Alan no ha muerto, porque mueren los que nunca son nombrados otra vez, los que terminan olvidados para siempre. Las circunstancias de su muerte y la multitud congregada durante su funeral, sin protocolos de Estado y sin mausoleo, son ocurrencias únicas que merecen la atención de los peruanos.

 

Manuel Gago
21 de abril del 2019

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